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Buscando el verde y la magia asturiana

Hay una tierra con quesos que meten miedo y piedras suficientes como luchar contra cualquier abuso.

Allí también hay playas formidables y paisajes como ese del Lago de Enol, en los Picos de Europa que encabeza las ilustraciones de este artículo. Esa tierra es Asturias, donde nació Letizia Ortiz, nuestro admirado Cr. Enrique Iglesia y hasta los ancestros de Mario Menéndez, ese dirigente de prudente estilo. Hacia allí salió «De paseo con La Negra», nuestro amigo Juan Manuel Beltrán, que cuando no está escribiendo o preparando una parrilla tan castiza como yorugua, sale en su negrísima moto a devorar carretera. Y aclaremos que La Negra es su poderosa moto compañera.

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Por Juan Manuel Beltrán

Harto del secarral estepario de Madrid y con ganas, como siempre, de levantar el brazo sosteniendo en alto una botella de sidra para escanciar la bebida en el vaso comunal, monto en la negra y sigo la aguja del norte camino de esa tierra bendecida llamada Asturias. Hoy la niña debe ganarse el jornal y superar las alturas de los montes de León, cruzando la comarca de Babia y los Barrios de Luna, parajes duros habitados por una raza todavía más dura que las peñas del paisaje. Que nadie intente perder sus pasos durante el invierno por esos lares sin ser aborigen, que se condena a una supervivencia imposible.

Olvidada la lentitud de la antigua carretera de Pajares, entramos en Asturias a través de la autopista de Campomanes y desde las alturas de los primeros picos asturianos, seguimos corrientes y ríos hasta Gijón y la Playa de San Lorenzo para abrazar al sol, al viento y a un mar que nos habla de emigración hacia las Américas; algo que los lectores habrán oído mil veces de abuelos propios y ajenos.

Gijón es un lujo habitable por algunos que mantiene, reconvertida a los gustos de la época, una casa de comidas llamada Casa Zabala encumbrada en el alto entre la playa y el puerto. Hoy, para los que conocimos sus bancos corridos y a la abuela en la cocina eligiendo las almejas, ha devenido algo muy convencional, pero la calidad de su comida sigue siendo recomendable.

Playa de San Lorenzo en Gijón

Del café seguimos ruta para acabar en la zona de Ribadesella, una de las Villas importantes del Oriente. Aquí tengo que empezar a confesar mi absoluta parcialidad y el enorme placer que me proporciona perderme por estos parajes, verdadero paraíso terrenal para los que nos entregamos a su contemplación. Unos sesenta kilómetros de buena autopista nos llevan hasta la Playa de Vega atravesando un paso entre altísimos peñascos propio de un cuento antiguo, una saga o un cantar de gesta, algo siempre distante de nuestro mundo. Olvidado el paso, el valle se abre entre pomaradas todavía explotadas y nos encamina a una playa majestuosa, abierta al oleaje, salvaje en sus dimensiones y en sus vistas; una playa en la que varar recuerdos y vidas enteras esperando mareas largas y poderosas que amenazan con llegar al verde monte contra el que luchan.

Playa de Vega.

Mirando el mar a nuestra diestra, y siempre que sea temporada, podremos comer en un clásico: el bar Supermán, también habilitado como hostal y en que reinan las rodajas de bonito a la plancha, los escalopines al cabrales y otras delicadezas que comidas en bancos corridos al sol del verano, nos pueden hacer pensar en cosas estupendas que ya no forman parte de nuestra vida diaria.

Como no era temporada, concluimos el paseo y nos vamos a darle a la sidra a Ribadesella, hoy cotizada Villa turística por su conexión con la familia de Letizia Ortiz, Princesa de Asturias y vecina de zonas próximas.

Aquí, además de disfrutar de una estupenda playa enmarcada a la derecha por la Punta del Caballo y a la izquierda por el paseo que conduce a unas huellas de dinosaurios muy bien conservadas, podemos entregarnos a los pinchos y las sidras del Carroceu, La Marina, El Campanu…y muchos tugurios más que nos dejarán el alma cumplida y el buche lleno hasta el desayuno.

Vistas de la playa de Ribadesella con los Picos al fondo

Con el sol visto podemos elegir entre meternos bajo tierra a las Cuevas de Tito Bustillo, de vista obligada o subir a los Lagos de Covadonga tras rendir visita a la Capital de España, que lo demás fue terreno de conquista: Cangas de Onís. La negra elige y me lleva por las hoy estupendas carreteras hasta Arrionadas, salida del descenso del primer sábado de Agosto, a Cangas y de allí a Covadonga. Decir Asturias y decir Covadonga debería ir muy unido, pues en ese paraje agreste se forjó la leyenda de Pelayo y el inicio de la reconquista; nombres que crecieron con nosotros y nuestros estudios, con el oso de Favila y la huida de los sarracenos. Ver las laderas de los montes y el escueto valle por el que discurre el regato nos da una perfecta idea de la realidad: cuatro locos con un buen montón de piedras formaban un contingente bélico de primer orden. Según Melendi, «hacer caso a D. Pelayo, luchando con pundonor, que mientras nos queden piedras, lo que nos sobra es valor».

Para los asturianos, Covadonga es una conexión con esa alma telúrica de una tierra dura y bella que echa a sus gentes al mar bajo el que explota el grisú de la mina. Cielo, mar, montes y minas forjan el alma de un pueblo curtido en la dinamita y el trabajo, galerna y pasto, dulzura y fuerza para crear algo que se ama o se rechaza sin paliativos: no hay matices en amores y odios a una tierra que no tiene mesura en su belleza.

Desfiladero de Covandonga

La carretera sube hasta llegar al Lago Enol en el centro de los picos. Hay que subir un poquito más y llegarse hasta el Ercina y el paseo estará completo: como no se puede contar, ni lo intento. A subir, lectores, que merece la pena.

De bajada hay que meterse cuarenta kilómetros más y llegarse hasta Arenas de Cabrales y asomarse al desfiladero del Cares para contemplar la otra cara del macizo; esa que centra el Naranjo de Bulnes, el Pico Urriellu,  con sus 1450 metros y su mítica pared norte, meta de escaladas y gestas. Llenos los ojos de verde y piedra, hay que cuidar del cuerpo y degustar alguna de las exquisiteces locales: el «quesu» de Cabrales, el Picón de Tresviso y el Azul de la Peral. Por menos de eso, en algunos países nos pasaríamos meses en la cárcel acusados de intento de envenenar a la población o delitos contra la salud pública, pues los olores son más propios de un muladar que de una mesa, pero… dios escribe derecho con renglones torcidos y esos sabores hay que conocerlos y disfrutarlos, no lo duden. Aviso a lectores: a pesar de que en América no hay cultura para esos quesos, no se me echen atrás y no se acobarden: una botella de sidra, pan y esos quesos forman una alegoría del buen comer. No lo duden.

Vistas de los Picos de Europa con el Urriellu justo en el centro

Y ahora una sorpresa: la última y más esperada por esos que llenos de fabada, queso, marisco y pescado sueñan con un asado en condiciones. Si me hacen caso se pueden llegar  a los dominios de Juan, dueño de un paraíso del corte y la carne entregado al chorizo criollo, la uruguaya punta de atrás y el T-Bone hechos con todas las garantías, ceremonias y culto que tales merecen: La Chopera de Cardoso, entre Ribadesella y Llanes, un poco pasado el pueblo de Nueva. Como la tradición es la tradición, todo uruguayo que se identifique como tal ante Juan, tendrá a su disposición una botella de vino gentileza de la casa. De las lágrimas por el añorado reencuentro, me cuentan luego: una maravilla de amabilidad y calidad.

T-Bone y Punta de Atrás en la Chopera de Cardoso