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Rocha en invierno

Debemos ser unos tipos muy raros, la gente de otras latitudes no disfruta experiencias como estas.

En general anhelan ciudades con mucho agite, playas rutilantes, restaurantes muy paquetes, hoteles con tarjeta electrónica para abrir la habitación, etc . ¿Te los podés imaginar disfrutando de playas absolutamente desiertas donde la huella de tus pies quedará indemne como por una semana? ¡¡Ni una vidriera, ningún outlet! En lugar de emperifollarse para ir a cenar en un restaurante con todo el menú en francés, arrodillarse ante una estufa de leña para cuidar el punto de unas achuritas, mientras afuera el viento helado golpea las ventanas, lo que curiosamente, en lugar de perjudicar, completa esa imagen de placer que tenemos los uruguayos con estas cosas.

Y al otro día, –en lugar de subirse a un carrito de golf para recorrer el parque temático ultrahiperpromocionado y con cartelitos que indican dónde emocionarse– abrigarse bien para una caminata de varios kilómetros por la arena y por el frío que te acartona la nariz, para llegar al siguiente balneario. No es porque no hay plata para hacer otra cosa, aunque pudiera ser el caso; es porque aunque pudiéramos pagar toda la sofistificación, preferimos eso. Siempre… o de vez en cuando.  ¿Tamos locos los uruguayos?…  Te aseguro que no.

Seamos francos, a nosotros los uruguayos tampoco nos disgusta el programa de ellos, pero nos parece más romántico, cálido, apetecible y hasta incomparable, agarrar el autito y darle de punta (en pareja mucho mejor) a nuestras carreteras desiertas en invierno para llegar no importa mucho a dónde, pero para llegar con buen espíritu a disfutar de lo que hay, “¡valor!”.

También se de algunos europeos, como mi castizo amigo Juan Manuel Beltrán, que se pirra por nuestro Cabo Polonio y que cuando lea esto, también le parecerá encantador, pues aunque madrileño hasta los tuétanos, vivió en Buenos Aires lo cual no garantiza nada aunque indica que sabe de qué hablamos. Lo que garantiza es que Juan Manuel y sus congéneres europeos que también aparecen por acá,  entiende del silencio y de la grandiosidad del paisaje sin poliuretano.

Esta no es Leticia frente al espejo, sino ella y su hermana posando. ¿Cuál de las dos es Leticia? Ni idea, espero que sus parejas sepan distinguirlas. Y la hermana no tuvo nada que ver con este viaje, pero no resistí la tentación de colgar esta foto.

Todo esto viene al caso porque otra amiga, Leticia Fleitas, colgó unas fotos de su paseo de fin de semana a Punta del Diablo, desde donde hizo base para explorar la región en invierno, cuando no hay que andar compartiendo el paisaje y cuando de verdad se puede disfrutar de la soledad. ¿Quién más que nosotros disfruta de la soledad, la quietud, el silencio y de un cielo iluminado a giorno por esa vía láctea que el universo nos ofrece como regalo a quienes levantamos la cabeza en plegaria al infinito, preferentemente en algún lugar no estropeado por las luminarias callejeras y los escaparates. Si no estás en la inmensa soledad, te embromaste, no hay vía láctea para vos.

En fin, me gustaron las fotos, le pedí autorización y también le pedí que me contara dónde se alojaron pues desde la ventana se ve la playa, la aguzada Punta del Diablo y los techos de los ranchos más próximos. ¿Te imaginás si en lugar de esos ranchitos que originalmente se hacían con madera que traían las olas, hubiera una de esas casas multimillonarias, con piscina, caseros y cerca electrificada? Felizmente no, felizmente el rancherío folklórico de los pescadores (y de muchos colados aprovechadores) resiste el embate de los bulldozers y crea estos pequeños y mágicos paisajes.

Encaramadas allí arriba están las Cabañas del Sol, frente a la Prefectura y en la Playa de los Pescadores. Hay donde comer y comer muy bien, todo casero; hay también para recorrer y festejar o lamentar que Punta del Diablo se haya puesto de moda y se construye por todos lados, generalmente con buen gusto y sobriedad, pero también con la chabacana e insoportable moda arquitectónica del momento, esa que lucirá espantosa dentro de una década.  Con un poco de suerte, muy difícil en invierno, se puede embocar la llegada de uno de esos barquitos con su carga de tiburones que en pocos meses de sal y sol, se convertirán de feroz tiburón en humilde bacalao. Los saladeros se dan a conocer por su aroma, que si a algunos les parece apestoso, a otros nos anticipa el deleite de un plato en el que no pueden faltar los garbanzos y un excelente aceite de oliva, que ahora también hacemos muy bien en Uruguay.

A cinco kilómetros de la entrada a Punta del Diablo, a la derecha está el Parque de Santa Teresa y a la izquierda, el alucinante caminito que bordea la laguna Negra y termina donde hay unas formaciones rocosas que parecen un monumento esculpido por los indios que hacían esos enterramientos en cerritos.  A Leticia no le sobraba el tiempo, así que hasta se salteó la Laguna y hasta omitió la Fortaleza de Santa Teresa. Tras recorrer el asombroso espectáculo de un parque sin carpas y sin guitarreadas, bajaron al borde del océano en la Playa La Moza, para examinar el silencioso parador Piratas, exhausto de las pachangas veraniegas con música electrónica.

El oleaje y esa especie de intrigante feria de pulgas que es la resaca oceánica, no los distrajo de una caminata desafiando al viento helado, aunque moderado por un sol que allí abraza al departamento que lo tiene como lema (“Donde nace el sol de la patria”). Contame Leticia, ¿llevaste lo que quedó de tintillo en el morral para hacer amable la caminata? Me refiero a esa botella que asoma en alguna de las fotos de la parrillita nocturna, pues está claro que sería todo muy romántico, pero es un escenario que acoge con buen paladar un Tannat o un Merlot, pero miraría con malos ojos un ostentoso champagne.  Por el borde del mar transitaron las bahías hasta llegar al Cerro Verde, desde donde se ven las Islas de la Coronilla.

¿Agarrar el auto y seguir hasta el Chuy para bagayear finito o para ir a la fortaleza de  San Miguel, o recorrer la barra uruguaya y la barra brasileña? Dejá tranquilo para otro fin de semana, donde se puede cubrir el faltazo a la fortaleza de Santa Teresa, la Laguna Negra y hasta El Potrerillo.

Otro fin de semana, puede ser Cabo Polonio, Valizas y Aguas Dulces, sin omitir el paseo en lancha hasta el Bosque de Ombúes. Y otro fin de semana distinto, puede ser el larguísimo collar playero de La Paloma, La Pedrera… y tantas y tantas cosas más, que no solo hay que conocer en verano, pues en invierno todo esto es tanto o más espectacular que en verano.

Leticia merece un postgrado en este arte uruguayo de disfrutar sin necesidad de gastar fortunas ni de llevar un ajuar ostentoso. Por ahí en su FB aparecen otras fotos de  incursiones semejantes a ésta por las sierras de Minas, su Cascada del Penitente, Villa Serrana, las misteriosas minas de oro y tantas cosas más que saben mejor mientras se mastica un Serranito.  Podés sumar Colonia Valdense y toda Colonia si rumbeás hacia la ruta Uno. Por las Rutas 5, 8, 3 y toda la aritmética que quieras, tenés aventuras semejantes a éstas, al alcance de cualquier autito y de casi cualquier economía.

Aunque seas uruguayo, no intentes esto si no tomás mate y si solo sabés mirar para afuera. El secreto está en saber mirar para adentro, para adentro de uno mismo y para adentro de la pareja que te acompañe, porque de lo contrario, estos paseos son una soberana porquería. De casi cualquier otra cosa, a los uruguayos nos pueden dar lecciones, pero en esto, dictamos cátedra.

Por si te da la gana, Leticia nos recomienda Las Cabañas del Sol y que nos comuniquemos con Carmen Reyes: Tel.  44772065/099867375. Pero hay otros alojamientos, todos simpáticos. Eso sí, con Leticia llegaste tarde, tenés que conseguirte tu propia pareja.

Guillermo Pérez Rossel