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Costas italianas (2), Riviera del Levante

Italia.-Los-mejores-destinos-para-viajar-en-estás-vacaciones-de-verano

Ya te lo expliqué con la primera nota, este es el relato en primera persona, coloquial y no demasiado íntimo, de una amiga que como jurista, tiene la compulsión de grabar actas de todo lo que hace. Y lo publicamos en tres tramos.

Por Florencia Cornú

Estoy sentada en la terraza de nuestro hotel en Riomaggiore, absorta, mirando el recorte que hacen el mar los viejos edificios de despintados colores cuando me despiertan las campanadas de la iglesia, quebrando el silencio de la tarde. Cuando se mira hacia abajo se imagina bullicio, sin embargo, en todas las esquinas se siente el trino de los pájaros. Supongo que el costoso parking y esas dos barreras a la entrada del paese tienen que ver con esta paz.

Llegar en auto es, además, casi un deporte extremo por las curvas a 180 grados. Eso explica que muchos turistas prefieran pernoctar en la cercana La Spezia y tomar el tren que la une con las Cinque Terre. Riomaggiore es la primera parada. Es también la más grande y con más servicios. Aquí llegamos ayer y ya nos vamos mañana. Sin embargo, es un lugar al que uno podría habituarse rápido.

En verano, claro, porque en invierno, en vez de los veraneantes, llegan la soledad y la lluvia y la cosa se pone dura, según dicen el vecino del sacacorchos y Janelis. El vecino del sacacorchos es un muchacho de rulitos y lentes, que vive en la casa de enfrente al hotel y que una fuerza superior puso frente nuestro con una navaja suiza justo en el momento en que nos dábamos cuenta de que teníamos vino pero no podíamos abrirlo. Como tener mate y yerba, pero olvidarte la bombilla, una cosa de lo más trágica.

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Janelis es dominicana, y se llama un nombre más largo que ella cortó porque dice que los padres se pusieron demasiado creativos. Cuenta que trabaja en la hostería desde hace 7 años y que ésta es una de las pocas que quedan abiertas en el invierno. Cierran casi todos los comercios y, por la lluvia, hasta los senderos que unen las Cinque Terre y que son uno de los atractivos de la zona. Dice que es desolador verle la cara a los turistas incautos cuando descubren que la foto que traen en la cabeza (probablemente tomada en verano y a las 7 de la mañana, logrando esa combinación imposible de colores de estío y paisajes solitarios) no existe.

Desde la Costa Azul para acá, hemos visitado lugares maravillosos, algunos, como Portofino, que parecen sacados de un cuento, pueblo no apto para bolsillos regulares pero que merece la pena ser visitado. Le eché el ojo a un parque nacional con senderos para caminar, que quedará seguro para la próxima vida en la que seré ágil y atlética.

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Como te decía, Portofino es maravilloso, pero las Cinque Terre, tienen para mí un carácter que los hace diferentes. (Digo para mí porque mi marido dice que no es carácter, que son cosas de hippie, nomás). No sé si es la combinación de las casas que nacen de la piedra, con el color del mar, con los peñascos dramáticos, con las terrazas talladas en las montañas. O tal vez sea que hay vecinas de batón en las ventanas y de las ventanas cuelga la ropa, como una bandera que grita, a los que venimos del mundo de las fachadas vacías, que aquí se vive.

Toda la Cinque Terre está llena de gatos. Me explica Chiara que es porque se acostumbraron a esperar a los pescadores y ahí se fueron quedando. No les conté los dedos, pero los que vi son todos parecidos. En la mañana temprano nos tomamos un barco a Monterosso al Mare, el pueblo que está en el otro extremo. Desde el agua el paisaje es aún más conmovedor, con esa belleza que siempre devela la perspectiva. Monterosso es distinto, porque tiene una playa discreta y dos pueblos, uno histórico y otro más reciente, aunque también se adivina que supo tener su belle epoque.

A Vernazza, el siguiente pueblo, llegamos en tren, un viaje de apenas 4 minutos. Acá si pudimos “disfrutar” de las aglomeraciones del mes de Julio. Subimos al Castelo Doria para intentar cenar en uno de los lugares más recomendados y nos encontramos bajando los escalones con el hambre intacta: sin reserva, imposible. Que se podrían apiadar de uno y poner el cartelito en el primer escalón y no en la cima de la torre del castillo es un detalle menor. Comimos un uno de los tantos barettos, nada para recordar y seguimos en el tren rumbo a Corniglia, que, como parece indicarlo el nombre, está construida en lo alto del peñón, pero no tiene acceso fácil al mar, si se ignoran unas escalinatas diminutas que desembocan en una playa pequeña.

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Para llegar desde la estación de tren se empieza a andar por una pendiente leve hasta que se llega a una subida con escalinatas, de escalones anchos, muchos escalones, precisamente, 380 escalones anchos. En cada vuelta uno se para extasiado a contemplar el paisaje y a sacar una foto que, uno sospecha, puede ser la última porque al mirar hacia arriba parece imposible pensar que se llegará. Pero llegamos. Y ahí mismo nos sentamos en uno de los lugares más lindos del mundo, unas mesitas sencillas bajo los árboles, con los ojos llenos de colores, con la piel recibiendo la brisa fresca, con el pecho todavía tratando de contener el corazón por el esfuerzo de la subida. Como estaban cerrando no nos quisieron vender nada, pero una familia de Georgia que estaba sentada al lado se apiadó de nosotros y nos dio agua. Esa era la cara teníamos.

Corniglia es una joya, chiquita, muy bien conservada, llena de rinconcitos. Nos sentamos en otra terracita, por una degustación de vinos de la zona. Corniglia…hermosa y altiva. Porque, a diferencia de los otros pueblos de las Cinque Terre, Corniglia no se rindió ante el mar, sino que lo mira desde arriba. Tal vez porque el mar estaba verde, como las uvas de la zorra de Esopo, Corniglia se volcó a la tierra. Desde nuestro reposo miramos las terrazas de las que sale la uva con la que se hace este vino blanco y fresco que estoy tomando.

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Esas terrazas que son el sello de esta tierra, espacio ganado a la montaña, asegurado por muros de piedra, la mano del hombre, laboriosa, ingeniosa, determinada. De aquí sale la vernaccia de Corniglia, de estas laderas de cara al mar. A mis espaldas cuelga un racimo de uvas y me acerco a constatar que todo aquí es verdad, y repaso la forma y la aspereza de las uvas mientras el sol las ilumina.

Si, reconozco que a la hora de estas observaciones ya me había tomado los cuatro vinos de la degustación. Converso con una italiana de La Spezia, que trabaja en el bar. Me pregunta dónde vivo. Le contesto que en Florida pero que soy uruguaiana. Ah, que alivio, “americani no”, me dice. Y le pregunto por qué y me dice que mejor Uruguay, que Estados Unidos es un país oscuro. Trato de hacerla cambiar de idea: que el país no es el gobierno, que la gente es gente como en todos lados, pero no, insiste. Mejor uruguaiana.

segundo tiempo monterosso

Los turistas por acá son un encanto: Andan distendidos, no con cara de ir tachando figuritas al estilo “Hoy hacemos Vernaza, mañana Monarola”. Van felices y sonriendo a lo diferente, a lo imperfecto, a lo laborioso de todas las cosas. Como la señora que cuelga la ropa de la cuerda de su ventana con cara de estar viviendo una aventura. Aventura que se puso interesante cuando el tano del bar de abajo empezó a chistarle primero, y a subir después como poseído porque el agua le goteaba justo en la entrada de la puerta de la pizzería.

Pizzería donde trabaja…no le pregunté el nombre…pongámosle Pedro, que también vive en La Spezia, cuenta que estuvo de visita en Buenos Aires y se tomó el barco hasta Colonia y que tiene un amigo que dice que Portovenere se parece a la Boca. Con todo respeto por los hermanos argentinos, estamos para la joda con las comparaciones. Hablando de argentinos, hay muchos paseando por la zona y hasta nos encontramos uno tomando mate a lo uruguayo. El que la rompió fue el que dejó su marca en una de las piedras de la playa: ”Macri Gato”.

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Los cinco pueblos, paeses, se unen por senderos: 3.5 km de Monterosso al Mare a Vernazza, 4 km de Vernazza a Corniglia, 3 km de Corniglia a Monarola y 1.5 km de Monarola a Riomaggiore. Algunos pasajes son angostos, pero todos con subidas y bajadas de hasta 100 metros con escaloncitos. El último tramo se llama la Via del Amore y era el que teníamos pensado emprender por recomendación de la guía que compré en el AutoGrill. Único detalle es que está cerrado por derrumbe hace 7 años.

Muy bueno el café, señores del AutoGrill, pero actualícenme las guías. Gracias. Los senderos son un buen plan con buen gorro, filtro solar, agua y, sobre todo, buen calzado. En algún lado leí que piensan multar a los turistas que entran a hacer los trails en chanclas. Es que algunos realmente sobreviven porque hay ofertas, como la chica esa tan bonita, de pollerita plisada y ballerinas que trata de saltar entre las rocas o el intrépido clavadista que se tira al agua esquivando piedras con un brazo entablillado.

Volviendo a los senderos, esta vez tuvimos que pasar de la aventura porque uno de nosotros dos que no soy yo, estaba destruido por la tos. El pobre se bancó horas de caminatas, subidas y bajadas al sol, pero le tuvimos respeto a los caminos y los dejamos para la vuelta. Volviendo, sintió que la gripe se había complicado y no habían hecho efecto ninguna de las pociones que habíamos intentado: desde el clásico estilo gripidol con pseudoefedrina, pasando por el jarabe, la loratadina…la cosa venía en picada.

Al bajar del tren de vuelta en Riomaggiore ya habíamos decidido ir al médico y paramos en un bar a preguntar dónde era. La moza, jovencita, comienza una larga explicación que envuelve, andate giu, doppo a diestra, siniestras, fino al tunnel y tutto a diritto…hasta que la tana veterana, toda vestida de negro y con millones de turistas encima le dice, no, no, no: andate al centro paese e chiedi per la guardia medica. O sea, no gastes saliva en estos que en la primera vuelta ya se olvidaron de la segunda.

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Allá fuimos entonces, siguiendo los carteles al centro y llegamos a la guardia médica donde una doctora jovencita y encantadora revisó al enfermo y contempló atónita el pastillerío que yo sacaba de la mochila. Con el italiano se ve que no venimos tan mal porque salimos de ahí con la receta de un corticoide y no con un yeso en la pata, lo que ya es bastante, después de todo.

Empezamos a volver entonces, por las callecitas de Riomaggiore. ¿Te conté ya que la ciudad es la más grande? Tiene 1500 habitantes pero en invierno quedan 150. Está construida en varios niveles a los que se accede por una calle empinada que desemboca en el pequeño puerto de pescadores o por escaleritas angostas y pasadizos. Desde uno de los extremos del puerto, sobre un peñón, nos quedamos un rato, mirando como el sol nos regalaba los colores de los edificios recortados entre el celeste del cielo y la montaña. Todo tiene una estética que conmueve. De cerca, todo es vida y la huella que arrojan los siglos sobre los muros. Un contraste enorme con Portofino, más arriba en la Riviera del Levante, ostentosa, con sus casas de marca y sus fachadas perfectamente pintadas. O con nuestro destino anterior, Monte Carlo, una ciudad donde nada parece cierto. Y ya que fuimos a Monte Carlo, arranquemos de nuevo y ordenemos la cosa, que este cuento se me está entreverando.