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Una hora para Zamora… y más

Entre tanto rezo y armadura,  ¿de dónde sacaban fuerza e inspiración para crear cosas como Zamora?

Es que no estaban hechos de lo mismo que nosotros, eran más o menos como Juan Manuel Beltrán, un querido amigo español que cuando se acuerda de nosotros nos escribe algo como para dejarnos con ganas. Para él es sencillo,  monta la Negra y sale a descubrir su vastísimo mundo cercano. Cualquier mujer envidiaría el trato que le da a su motocicleta negra negrísima ¿o qué habías pensado?.  De ahí que a la serie la denomine «De paseo con la negra».  Y como nos tiene cariño, gestionó un vino gratis para cada yorugua que presente credencial, es decir que pregunte «¿Tá?» ¡Salú, Juan Manuel!

De paseo con la negra

Una hora para Zamora…y más.

Plaza Mayor (en la foto de arriba)

Un poco apartada de las rutas habituales, más silenciosa que Salamanca y perdida entre la importancia administrativa de Valladolid y León, Zamora deja pasar la vida acomodada en el silencio y la quietud. No es lugar de paso hacia ningún lado; no se exhibe en guías o folletos de esos que nos salen al paso en cualquier feria, pero Zamora se merece bastante más de una hora y muchos pasos que gasten un poco más las gastadas piedras de sus calles.

Zamora alberga el alma más dura de una Castilla austera generadora de místicos –al fin y al cabo es vecina de Salamanca y algo se santidad se le ha contagiado – que lo fueron a fuerza del obligado ayuno y por soportar nieblas y fríos que obligaban al paisano a soñar en el más allá; que el más acá era de sobra conocido y no terminaba de acomodarse al gusto de las tripas.

Saliendo de Madrid nos llegamos a sus lares en poco más de dos horas de coche, así que no hay demasiada excusa para evitar el salto, que pasada Medina del Campo y aquella primera ONU del siglo XVI, Tordesillas, sale una estupenda autovía que en una media horita nos deja aparcados en Zamora.

De afueras y modernidades se puede prescindir, que no aportan demasiado ni al viaje ni al disfrute y solaz de los espíritus; así que lo mejor será seguir las indicaciones de “Centro Ciudad” y una vez abandonado el coche, preguntar por la calle Santa Clara, eje medular de todo lo que sucede y deja verse en la ciudad para encaminar los pasos hacia la Plaza Mayor, la Catedral y el Castillo.

Antiguo castro Celta, Zamora se apelmazó en sus murallas – todavía visibles en muchos paños recuperados – sobre un altozano cumplido, lugar de muy difícil escalada para cualquiera que tuviera ganas de recibir pedradas desde lo alto de sus defensas. Allí, en los más alto y protegido nos encontramos con el castillo de Alfonso II, según los unos o de Fernando I según los otros. Bien de uno o bien por gracia del segundo, el caso es que desde el siglo XI este montón de piedras vigila la vega del Duero para quitar las ganas de hacer maldades con la ciudad.

Vecino al Castillo, la catedral mezcla una bóveda bizantina, bastante extraña en esta tierra, junto a una de las torres de campanario más bonitas de recordar. Lástima de una especie de aditamento neoclásico empastado a su fachada principal, que más que objeto de culto debería haber sido objeto de prácticas dinamiteras, pero como eso es cuestión de gustos, mejor nos retiramos y dejamos a las piedras tranquilas.

Catedral

Visto ese conjunto impresionante y precioso, podemos perder los pasos por las calles viejas, el Palacio del Obispo, la casa del Cid, el balcón del Duero y la Plaza de Viriato, donde podremos ver dos cosas curiosas: una enrejada viva de plátanos injertados que consiguen una sombra muy apañada contra el sol del verano y la cabeza de un ariete a los pies de la estatua del famoso pastor que da nombre al lugar.

Esta zona, ajena a las divisiones fronterizas más modernas, quedaba incluida en la primitiva Lusitania, vecina de la Bética romana con la que se formaba la Hispania Ulterior. Dicho esto, hay que remarcar que si bien la dominación nominal fue rápida, la real significó un largo dolor de cabeza para Roma gracias a Viriato y a sus huestes. Estos antiguos iberos, bastante duros ellos, acosaron durante años a las legiones hasta que la traición de tres de sus comandantes acabó con la vida de Viriato y el largo asedio de Numancia con la vida del último reducto resistente. Astures, Cántabros y Galaicos fueron objeto de guerras posteriores que acabaron por pacificar el primer territorio invadido y el último en ser conquistado. De la necesidad de ganar a cualquier precio nació la traición y el cinismo de la conocida frase de “Roma no paga a traidores”.

Si todavía hay ganas de conducir, unos 60 kilómetros más y nos plantamos en Miaranda do Douro, ya en tierras de la moderna Portugal donde pervive una lengua que no es castellano, ni portugués, ni gallego, sino Mirandés y que compite, posiblemente, por ser la lengua vernácula con menos hablantes del mundo.

Antes de llegar, hay que dejarse caer por una maravilla de la arquitectura Visigótica que se ha conservado en perfectas condiciones gracias a un traslado piedra a piedra: San Pedro de la Nave. Impresionante, de verdad.

San Pedro de la Nave

Y ya metidos en santos e iglesias, volvemos a Zamora y a sus muchas iglesias románicas para hacer una inmersión en lo austero del alma castellana, en el recogimiento de las bóvedas de cañón y en la oscuridad de los muros sin luz. Si el gótico sube al cielo transportado por la luz, el románico nos aplasta contra el suelo humillados por el peso de la piedra y de la culpa por vivir. Distintas espiritualidades que se plasman en unas celebraciones de la Semana Santa por completo ajenas a la fiesta.

Si en Sevilla se celebra la fiesta y la alegría de dar un paseo con los pasos y los tronos, la semana santa de Zamora hace un despliegue de sobriedad, silencio, solemnidad y aplasta al visitante bajo ese miserere cantado en la Plaza de Viriato, impresionados por el clamoroso silencio de miles de espectadores. Y la semana santa de Zamora también es miedo; miedo ante la certeza de que se ha muerto Dios y nos hemos quedado solos. Este mensaje de culpa, abandono, insignificancia y trascendencia impregna el alma de una Castilla entregada al sueño de una vida mejor que la Iglesia convirtió en piedra y en castigos eternos. Y si alguien duda de que el miedo es posible, que se enfrente a la llegada de la procesión de “Las Capas Pardas” y sus reminiscencias medievales.

Rincones medievales en la modernidad del Siglo XXI. (La señal de prohibido aparcar es una ofensa)

Pero Zamora también vive y como sabe que el hombre es la medida de todas las cosas – aquí a Protágoras de Abdera se le guarda gran predicamento sin saberlo – también Zamora se ocupa de nuestras necesidades y nos da bien de comer, que en cualquiera de sus establecimientos nos darán un buen asado o nos recompondrán con un buen bacalao o con un plato más humilde de la despreciada casquería, hoy tan en boga.

Por cierto, si algún Yorugua quiere comprobar cómo eran las antiguas bodegas de la zona, hoy reconvertidas en restaurantes, debe guiar otra vez hasta el pueblo de El Perdigón donde, además de verlas, puede comer un asado en una de las 1.800 excavaciones existentes. Como viene siendo habitual, un privilegio para los lectores: todo aquel uruguayo que se identifique como tal ante Antonio, del Pámpano, está convidado al vino. ¡Que menos tras soportar esta lectura!

Hay que perderse, si, pero vale mucho la pena planificarse la ruta y estudiar previamente aquello que queremos ver; desde el románico o las procesiones, hasta los vinos y añadas de Toro, caldos de aquellos que antes “hacían sangre” y hoy son recio complemento ideal para esos platos fuertes y el excelente queso de la región. Sin duda, Zamora no se ganó en una hora y tampoco perderemos ninguna de las que pasemos en sus murallas.