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La tierra de los monos piratas

En El País tenemos un húngaro colado que escribe como los dioses. ¡Grande el magyar!


László Erdélyi anduvo por Malasia y se le ocurrió, como siempre, dar vuelta las postales para ver qué había al dorso.  Es la dura mirada de un crítico a una región idealizada, para bien y para mal. Un poco de objetividad no hace daño. Con László, además de que es complicado pronunciar su nombre con doble tilde, está el problema de que su ascendencia está en Transilvania,  los pagos de Drácula. No lean si lo ven con apetito, los lazos de sangre son muy fuertes.

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TRAS 38 HORAS de vuelos y conexiones, la selección de vela celeste llegó un 24 de diciembre a mediodía a la isla de Langkawi, en el noroeste de Malasia y con Tailandia a golpe de vista. Eran las islas de la película La Playa, con Leonardo di Caprio. Todavía golpea el anuncio en el avión, antes de aterrizar: «Bienvenidos a Malasia, les recordamos que el tráfico de drogas es castigado con la pena de muerte». 15 gramos de heroína ya se considera tráfico.

En Langkawi tendría lugar el Campeonato Mundial de los pequeños veleros clase Optimist, tripulados por niños de hasta 15 años (1). La isla pertenece a un archipiélago de 99 islas muy escarpadas, que surgen como moles gigantes del agua, con bordes verticales, rocosos, y muchas cuevas. A primera vista parecen inaccesibles, pero casi todas tienen, a resguardo, alguna playita de arenas muy blancas, lo cual permite desembarcar y explorar. Una decena de esas 99 islas está preparada para recibir turistas. Langkawi es la madre de todas, la más extensa y la que ofrece algunas llanuras entre las montañas. Fue «redescubierta» para el turismo hace un par de décadas. De unos 500 kilómetros cuadrados, es similar en extensión al departamento de Montevideo.

La Nochebuena en un país musulmán, lejos de los seres queridos, tenía un raro sabor a cansancio, propio del jet lag, la borrachera que provoca el cambio de horario en el cuerpo de los viajeros. Eran 10 horas de diferencia con Uruguay. Muchos mozos en los restaurantes lucen gorros de Papá Noel, para que el visitante cristiano se sienta cómodo. Una mercería vende esos gorros en paquetes de diez. Luego los aromas y sabores, diferentes, intensos. Y la comida, casi sin carne de vaca, nada de cerdo, mucho pollo frito, pescado seco salado, mariscos extraños, todo envuelto en los olores muy fuertes del ajo, el curry, y el chile picante, muy picante. Fuego en las entrañas.

Las primeras caminatas fuera del hotel se transforman en un suplicio. El calor húmedo, tropical, deja en un par de cuadras la ropa empapada en sudor. «¿Dónde está ese Oriente encantador del que se habla?» pregunta la rubia Fenella, una de las protagonistas inglesas de las novelas de la Trilogía Malaya de Anthony Burgess. Langkawi no tiene transporte público. Alquilar un auto pasa a ser una cuestión de supervivencia. Eso también lo sabía Fenella: «La vida en Malasia es imposible sin auto. Bueno, la vida en Malasia es imposible de cualquier manera», dice en la primera novela.

Todo transcurre en Kuah, la capital de Langkawi. Allí convive la decadencia con la elegancia, edificios decrépitos y abandonados junto a relucientes shopping centers que se dedican a explotar las ventajas fiscales de la isla: los productos importados no pagan impuestos. Pero sin mucha variedad: sólo licor, chocolate, relojes, y algo de perfumes. Para consumidores con poca ambición. Insisto en pedir el legendario Calvados, el destilado francés de manzana, similar al cognac, que Pierce Brosnan ofrece al temblequeante Ewan McGregor en la reciente película The Ghost Writer, en una de las últimas escenas a bordo del avión privado. Pero nada. En un free shop lejos de Kuah, a unos 20 kilómetros, aparece un elixir: whisky Suntory japonés en el blend Hibiki, de 17 años de añejamiento artesanal, y etiquetas impresas en papel de arroz. Era el último. Abrazo el tesoro recordando a Bill Murray en Perdidos en Tokio filmando el aviso promocional de Suntory (y también a Francis Ford Coppola, años antes, promocionando el mismo whisky bajo la dirección de Akira Kurosawa).

El nuevo motor turístico de Langkawi son los súper hoteles cinco estrellas a los cuales se les adjudica playa privada. El resto de la isla no es tan glamorosa, tiene mucho de aquel «país pardo» descripto por Burgess. Para el turista común quedan pocas playas públicas. De esas, Pantai Cenang es la más bulliciosa.

PARAISO DE POSTAL. Nunca hizo falta el Photoshop para promocionar las playas de cualquier isla asiática. Las fotos eran la postal perfecta del paraíso, con el mar de intenso color turquesa, una franja de arena muy blanca como playa, y las palmeras cerrando el cuadro.

Con sus casi 1.500 metros de largo, Pantai Cenang es de postal. Pero, para llegar a la playa, hay que atravesar una «selva» de restaurantes llenos de una colorida gama de sillas, platos y vasos de plástico, y cocinas donde el concepto de bromatología parece estar ausente (no así los olores). Las sillas de playa se alquilan por todo el día. Es eso o sentarse en la arena hirviente. El agua color turquesa no es transparente por culpa del limo. Y, además de estar caliente, tiene por momentos manchas de combustible, culpa de varias decenas de motos de agua que se alquilan, o de las numerosas lanchas con motor fuera de borda para practicar esquí, u otros deportes acuáticos. Las motos y lanchas deberían salir al mar por un corredor prefijado con boyas coloridas, pero no hacen caso y salen de toda la playa. El bañista, con ojos en la nuca, deberá evitar terminar picado por una hélice, o aplastado por las motos de agua piloteadas por gordos turistas iraníes, rusos bigotudos o malayos con su mujer con hijab sentada detrás, que a duras penas pueden mantener el equilibrio.

El agua turquesa y transparente apareció en la isla de Pulau Singa Besar, tras recorrer unos 10 kilómetros en lancha. Soledad y silencio, por fin la verdadera naturaleza. Arena blanca, agua paradisíaca, palmeras, y luego la selva. Me acerco a ella en busca de sombra, y aparecen montañas de envases de plástico desechados, latas vacías de cerveza Heineken, cajas rotas de McDonalds o pollo frito KFC. Todo lo que los turistas tiran en la playa se arroja allí, como barriendo bajo la alfombra.

En el norte de Langkawi hay otra de estas playas, Pantai Pasir Hitam, que le llaman de las arenas negras, por los numerosos metales contrastados que aparecen veteados en la arena blanquísima. Otra postal de agua turquesa, con numerosas pequeñas islas en el horizonte, lo cual hace más bello el panorama. Estamos justo a dos kilómetros a la izquierda de Tanjung Rhu, la playa más promocionada de toda Malasia (cuya foto se vio una y mil veces en el avión de Malaysian Airlines que sobrevoló dos océanos, el Atlántico y el Índico). Pero basta girar la mirada hacia la izquierda para ver, cerrando la playa, una cementera lanzando columnas de humo verde. Una presencia que provoca shock, de características «post apocalípticas» comenta la guía Lonely Planet de Malasia en su edición 2010, agregando: «es como un dedo gigante echando humo en medio del verde». Langkawi, también promocionada como GeoPark o parque natural ecológico, plantea paradojas.

Días más tarde, en el museo de ciencias de las Torres Petronas de Kuala Lumpur, el Petrosains, los niños leen el siguiente cartel: «Los ríos de Asia son los más contaminados del mundo». Poseen tres veces más bacterias que el promedio mundial, y veinte veces más plomo que el promedio de los países industrializados. Una investigación reciente de la Universidad Internacional Islámica de Malasia realizada en Langkawi detectó niveles altos de plomo en tres áreas costeras de la isla, una de ellas en la bahía de Kuah, donde se realizó el campeonato. El origen: los combustibles fósiles del tráfico marítimo. (2)

TIERRA DE PIRATAS. El varadero del Centro Nacional de Vela en Kuah está en ebullición. Allí se cruzan los 230 niños competidores con experimentados oficiales de regata europeos, asistentes malayos en mil tareas, periodistas, entrenadores con tanques de nafta para sus gomones, o proveedores de equipo náutico de todo el planeta tratando de colocar velas de última generación. Los niños ajustan sus chalecos salvavidas y dan una última revisada a su barco. Ese día la marea está muy baja, y la rampa principal no se puede utilizar. La organización los manda a una rampa secundaria. Pero apenas entran al agua, las chicas del equipo suizo, rubias, esbeltas y con sus lycras pulcras, perfectas, se hunden en medio metro de sedimento barroso. Las barbies europeas profieren insultos irreproducibles.

Resulta llamativa la cantidad de barcos de la policía, prefectura o bomberos en motos de agua que asisten a la regata. No es casualidad. En junio de 2005, el marinero Muhammad Harim llegó exhausto a Langkawi a bordo de una lancha. Dijo que su barco, el petrolero Nepline Delima, había sido secuestrado por diez piratas a pocos kilómetros de allí. El botín: la carga completa de 6.300 toneladas de gas oil. Al ver subir a los secuestradores a bordo armados con sus machetes y fusiles Kalashnikovs se escondió, luego vio que la lancha de los piratas estaba vacía, llegó hasta ella y huyó. Tras dar la alarma en Langkawi, la policía marítima rodeó al petrolero, y capturó a los piratas. Muhammad pasó a ser héroe nacional.

Desde el año 2002 se han denunciado 258 ataques de piratas en el estrecho de Malaca con un saldo de 8 muertos. La zona es un embudo perfecto para este tipo de acciones. En su boca ancha, a la altura de Langkawi, tiene 400 kilómetros pero más abajo, cerca de Singapur, se estrecha hasta los 16 kilómetros. Cada año 70 mil barcos transitan por allí transportando la quinta parte de todo el comercio mundial. Cualquier piloto experimentado sabe que el mayor peligro no son los accidentes geográficos, sino la posibilidad de chocar con otro barco. El estrecho está plagado de escondites perfectos: cientos de pequeñas islas como las que rodean a Langkawi, la mayoría deshabitadas, con densa vegetación selvática, y muchas cuevas. Varias decenas de ríos que bajan a través de la jungla malaya o de Indonesia también desembocan allí.

Durante siglos los marinos han relatado los horrores de sus encuentros con estos piratas, que la literatura consagró con personajes como Sandokán, «El Tigre de la Malasia», de las novelas de Emilio Salgari. El nuevo milenio los vio florecer con energía apelando a lanchas rápidas, poderosos motores fuera de borda, celulares y GPS. Las aseguradoras comenzaron a poner el grito en el cielo, y a elevar las primas. La ruta marítima más corta entre India y China estaba en peligro. Los tres países, Malasia, Indonesia y Singapur, cuyas relaciones nunca se caracterizaron por ser buenas, tuvieron que colaborar, cruzar información, patrullar con eficacia. Para el año 2008 los ataques habían disminuido en forma notoria. Pero, como cuenta el excelente artículo de Peter Gwin sobre cómo viven los piratas en el estrecho de Malaca (National Geographic Magazine, octubre 2007), los criminales todavía están allí, esperando.

PIRATAS EN LA SELVA. Nada más encantador para los niños que ver a los monos jugando al borde de la selva, libres, inocentes, graciosos. Están en todo Langkawi con gestos que los hacen demasiado humanos, sus miradas buscando ternura, o mostrando al turista sus habilidades motrices con manos y pies para desenvolver un caramelo. Pronto se descubre que semejantes apariciones son, en realidad, el preámbulo de un ataque, una acción coordinada de simios delincuentes.

La primera vez fue en la isla remota de Pulau Singa Besar. Unas turistas rusas dejaron sus cosas en la arena, al borde de la selva, y se tiraron al agua. Mientras los monitos chiquitos hacían sus monerías para otros turistas, que les sacaban fotos, el macho alfa, siempre más corpulento que el resto, se mandó para las mochilas rusas. Y con parsimonia abrió el cierre de cada bulto, y comenzó a sacar las cosas de su interior una por una. A esta altura las muchachas se acercaron alarmadas, pero los gritos del mono y la exhibición de sus afilados dientes las mantuvieron a distancia. Siguió con su tranquila revisación hasta que encontró una bolsa con un pan dulce y se alejó unos metros a comer, mientras observaba indiferente cómo las rusas recogían sus despojos.

La segunda vez fue en la carretera al borde de la selva. El auto se detiene. Un mono grande se sube al espejo del automóvil y comienza a zarandearlo, moviendo todo el vehículo, con cara de «o me abrís la ventanilla o te rompo todo». Luego camina desafiante por el capó delante del parabrisas. Al otro lado una mona con un monito bebé colgando de sus tetitas extiende una mano pidiendo. Mira fijo con cara de circunstancia, como mujer abandonada.

¿Creés que los monitos son simpáticos? Dejá que National Geographic te  los muestre.

Pero el episodio más grotesco ocurrió en la cascada de Telaga Tujuh. Tras subir más de 500 metros por una rain forest tupida, húmeda y atemorizante, llegamos a una cascada de agua límpida en la cual retozaban decenas de turistas, la mayoría niños. Los monos también estaban. En determinado momento el macho alfa se acercó despacio a unos bolsos solitarios con cara de descuidista consumado. Luego se tiró de cabeza a ellos, abriendo uno por uno, furibundo, porque los dueños de los bultos ya estaban sobre aviso, y comenzaron a gritarle. Encontró el tubo de cartón de unas papas fritas Pringles. Gritó triunfante, y corrió hacia el árbol más cercano. Abrió lentamente la lata, y desde lo alto, mientras comía, le tiraba alguna papita a unos veinte monitos adolescentes que le gritaban abajo, vivándolo como una turba feliz.

Pero la situación se complicó. Algunos chicos de una delegación de vela comenzaron a tirarles piedras. Unos turistas se indignaron con los chicos. El clima entre los humanos se enrareció. Otros veleristas se apiadaron de los monos «hambrientos» y les dieron unas viandas de plástico desechable con sendas porciones de tallarines y abundante tuco. La última imagen grabada antes de descender es la de un mono comiendo tallarines con tuco a mano llena, feliz, con todo el rostro lleno de tomate, y algún spaghetti en la oreja, mientras emitía sonidos guturales de saciedad y felicidad. Parecía un gremlin salido de la película de Steven Spielberg.

Se estima que la población de macacos de cola larga (Macaca fascicularis) asciende a 700 mil en toda Malasia. Décadas atrás se los protegió porque estaban en extinción. Ahora no, y la relación entre monos y humanos es altamente conflictiva. En zonas cercanas a Kuala Lumpur, nos advierte el cónsul uruguayo que «les roban las cámaras a los turistas», o entran a las casas de los residentes y hacen cualquier desbarajuste. A nivel legislativo se propuso en el 2007 levantar la prohibición para que se puedan exportar, y así controlar la población. Los monos son muy codiciados por la industria farmacéutica para experimentar con drogas y cosméticos (cobayos) y en algunos países asiáticos por su carne. En 2008 dieron marcha atrás por la presión de las organizaciones europeas de defensa de los animales.

Pero otra imagen quedó grabada en esa ascensión hacia la catarata de Telaga Tujuh. Mientras subíamos escalón tras escalón, una mujer musulmana bajaba charlando con dos hombres, quizá su esposo y hermano. Venía toda tapada, excepto su rostro. La charla de la mujer era animada, moviendo las manos. Cuando se acercaron y me vio, se calló, se tapó rápido el rostro, y nos pasó por el costado mirando hacia abajo, en silencio. Los hombres ni se inmutaron.

MUJERES EN BURKINI. En Malasia la etnia malaya (el 53% de la población) maneja la política, los chinos (26%) controlan la industria y el comercio, mientras otras etnias indígenas (12%) y los hindúes (7%) hacen lo que los dos primeros les dejan hacer. Por último están los indocumentados provenientes de Indonesia, Tailandia, Laos, Camboya u otros países pobres de la región, que encuentran empleo en algunos sectores pujantes de la economía malaya como, por ejemplo, la construcción.

El islamismo malayo es casi tan antiguo como el profeta Muhammad, y por una serie de circunstancias históricas, una cultura religiosa tolerante. De ahí que millones de islámicos (60% del total) convivan en paz y armonía con millones de compatriotas budistas (19%), cristianos (9%), hinduístas (6%), confucionistas (5%), que a su vez se comunican en un mosaico de lenguas como el malayo oficial (Bahasa Melayu), el chino en sus varios dialectos, el inglés, el hindi, el tamil, y otras lenguas indígenas. Una pátina de extrema cortesía británica, herencia de la colonia, rodea estos vínculos, incluso en el trato con el turista.

El atuendo tradicional de las mujeres musulmanas, «hembra humana que menstrúa» según los códigos masculinos, es llevado por aquellas pertenecientes a familias practicantes. En Malasia pueden dividirse en dos: las que sólo llevan el hijab, que les deja al descubierto la cara, y las que llevan burka, que las cubre totalmente y miran a través de una pequeña hendija de la tela que les cubre el rostro. Ambas opciones responden a diferentes grados de religiosidad. La idea es que no se les vean los contornos del cuerpo.

Pero está el calor. En la playa Pantai Cenang, por ejemplo, pasan caminando todas tapadas junto a las turistas rusas, escandinavas, o tailandesas que lucen mínimos bikinis (el topless no está permitido). Y se bañan con esa vestimenta, o con unos trajes de baño especiales, los burkini (burka + bikini), una lycra entera que cubre todo el cuerpo excepto la cara, las manos y los pies, y que se vende en tiendas de Langkawi.

La amplia mayoría de los musulmanes malayos viste en forma austera: la mujer con hijab y el hombre vestido con una camisa larga blanca. Pero con el burka es diferente: cuanto más represivo, oscuro e impenetrable es el burka que tapa a la hembra, más ostentoso es el macho, con sus relucientes Nike, corte de pelo de estilista, apretadas bermudas de diseñador, musculosa a tono, lentes negros, y una actitud muy soberbia.

ALLAHU AKBAR. La visita al Museo de Artes Islámicos de Kuala Lumpur era cita obligada. Posee una de las colecciones de arte islámico más completas, sobre todo de la India, China y sudeste asiático. Mis hijos, acostumbrados a visitar museos occidentales, debían vivir la experiencia de un museo de artes donde la representación de la figura humana está muy restringida por indicación del Corán. Esa restricción llevó a los artistas a explorar los motivos geométricos.

En el arte islámico la geometría es un lenguaje sagrado, una metáfora del orden universal. Es un juego de círculos y rectas, donde los círculos son divididos o interlaceados formando rosetas. Esos motivos se multiplican generando progresiones geométricas, con infinitas variedades de formas, tipos y colores. Llegaron a Uruguay a través de las mayólicas ibéricas de influencia árabe (Córdoba, Toledo, Granada), y son desplegados en dicho museo con una exquisitez y buen gusto que deja en la memoria una impronta indeleble. Hay paz y armonía en las tramas. Hay un equilibrio natural. Hasta que se llega a una sala de homenaje a la lucha del pueblo Palestino.

Una gran cronología con la historia de los palestinos cubre toda una pared, comenzando en el año 60 antes de Cristo. Los judíos recién aparecen en la cronología dieciocho siglos más tarde, cuando llegaron las primeras olas de inmigrantes judíos a Palestina, con las primeras ideas sionistas. No se menciona el Primer y el Segundo Templo judío (957 y 537 a.C.), ubicados en el Monte del Templo de Jerusalén, el lugar más sagrado del judaísmo. Tampoco que el Segundo Templo fue destruido por los romanos (70 d.C). Aparece bien destacado que los musulmanes levantaron el Domo de la Roca en el 691 d.C., pero no dice que lo hicieron encima de los dos templos judíos, dejando a la vista sólo un resto de muralla, el Muro de los Lamentos. El Domo de la Roca es la construcción sagrada más antigua del islam, y la tercera más importante luego de Medina y La Meca. De esta forma no sólo los judíos lamentan en el muro la pérdida de sus templos. Los visitantes al museo pueden lamentar, con todo derecho, que en esa sala se traiciona el espíritu de tolerancia malayo del cual tanto se jactan.

Revisando la librería del museo, bien nutrida, encuentro un último ejemplar del libro The True Jihad, de Maulana Wahiduddin Khan. El clérigo, presidente del Centro Islámico de Nueva Delhi, advierte que en el Corán nunca se habla de guerra, que la acción más recomendada por el sabio Profeta es el ejercicio de la paciencia, evitar el conflicto. Muy preciso a la hora de analizar el texto sagrado, condena los intentos modernos por reinterpretar el Corán que llevan adelante los mujaidín, y propone volver a «la vieja versión del Islam basada en la paz, la misericordia, y el amor a la humanidad».

Cae el atardecer y nos sentamos en la escalinata del museo. Hay una gran soledad y silencio. No hay gente. No pasan autos. De pronto, como un estallido, por unos parlantes cercanos, alguien grita una letanía metálica, hiriente: «Allahu akbar! Ashhadu la illaha ila Allah wa Muhammad rasul Allah!» (3). Los chicos, luego del primer susto, quedan con los ojos redondos. Es el muecín de una gran mezquita cercana, les explico, que llama a orar desde una torre alta. Quedan absortos escuchando.

OTRAS GEMELAS. Llegar de noche a Kuala Lumpur desde el aeropuerto ofrece experiencias de corte cinematográfico. Las autopistas son anchas, gigantes (lo cual permite sospechar también usos militares en tiempos de crisis), los peajes de una escala inusual (50, 60 controles), la selva a los costados es ominosa, impenetrable, y a lo lejos, como suspendidas del cielo, las Torres Petronas titilan, como si estuvieran dibujadas en la oscuridad con millones de piedras brillantes de estrás. Luego se descubre que miles de pequeñas luces de flash, a lo largo de toda su estructura de acero inoxidable, son las responsables de ese efecto casi onírico, irreal.

Al día siguiente Kuala Lumpur sigue sorprendiendo. Es una ciudad pura escenografía, de vegetación generosa, edificios armónicos, y muy tecnologizada. El centro es relativamente compacto, sobre un terreno accidentado, lleno de rascacielos gigantes construidos en tiempo récord, algunos todavía vacíos, como el que muestra el embajador uruguayo desde su oficina: «Cuando yo llegué a esta embajada hace seis meses, ese edificio no estaba», comenta.

Es una ciudad joven de un millón y medio de habitantes (en adyacencias hay siete millones más), apenas fundada en el siglo XIX. Desde la arquitectura neo morisca, hasta las modernas interpretaciones de la arquitectura islámica, todo está allí con gusto y glamour. Como el pensamiento y los logros de la estrella de la arquitectura malaya, el arquitecto Ken Yeang, con sus edificios eco-sustentables, cuya armonía deja extasiados a sus colegas del mundo. O las dos Torres Petronas del arquitecto argentino César Pelli, con 452 metros de altura, inspiradas en formas geométricas islámicas que resultaron muy prácticas en términos de espacio habitable, y que fueron hasta el 2004 los edificios más altos del mundo. Las Petronas colocaron a Kuala Lumpur en la vidriera mundial, y son el símbolo del espíritu y ansias de progreso que parece mover en una sola dirección a todos los malayos bajo el lema «Satu Malasia» (Una Malasia) que satura todos los espacios públicos, en un intento por ordenar el caos. Es un nacionalismo difícil de comprender para un occidental de espíritu crítico, cartesiano. Es una convocatoria que apela a la «unidad, la armonía, la estabilidad y la racionalidad», y sobre todo la idea de «tradición en la modernidad», dos opuestos complementarios que apelan al yin y el yan del Feng Shui.

El problema es que las tradiciones represivas musulmanas, y muchas leyes coloniales aún vigentes, poco tienen que ver con el mundo occidental que los malayos admiran, que incluye a todos los actores de Hollywood, las rubias modelos europeas que ocupan muchos espacios publicitarios, los jugadores de la Premier League del fútbol inglés, pero no incluye el concepto de ciudadanía. Para ser ciudadano hay que vivir entre iguales que se miran cara a cara, cosa que a muchas musulmanas les está vedado. Lo mismo con los homosexuales, que son perseguidos criminalmente con penas de hasta 20 años de prisión. Ser gay en Malasia es ser un paria. Recién en el 2010 las autoridades «aflojaron», y aceptaron roles de homosexuales en las películas, siempre y cuando al final se arrepientan de su condición.

El propio vínculo con el hombre blanco es un tema. Detrás de la amabilidad casi siempre sincera de los malayos, está la sospecha del rencor al hombre blanco, ese que los explotó, vejó y humilló hasta hace seis décadas, cuando finalizó la colonización británica. El tuan (en malayo), el sahib (en hindi) ahora llega como turista, a un país baratísimo, donde los euros y dólares rinden. Acceden a los lujosos resorts como los de Langkawi gastando sumas que a un malayo común le cuesta mucho ganar. Vuelven a servir al blanco. No falta el turista que, de pura bajeza, se los hace sentir.

El mundo es ancho y ajeno, escribía Ciro Alegría, pero Malasia es demasiado ajena. Nadie escapa a la sensación de desamparo frente a lo incomprensible, lo caótico, eso que en las novelas de Burgess o Conrad termina destruyendo a los protagonistas blancos, llevándolos al borde de la psicosis. «Asia para los asiáticos» me dijo un colega español amigo, para tranquilizarme. Tiene razón.

Las ilustraciones son contenido libre de Wikimedia Commons, Google Earth y http://www.world66.com/asia/southeastasia/malaysia.

(1) El campeonato se desarrolló entre el 28 de diciembre de 2010 y el 8 de enero 2011, y fue cubierto por el suplemento deportivo Ovación.

(2) http://scialert.net/, «Spatial Concentrations of Lead and Copper in Bottom Sediments of Langkawi Coastal Area, Malaysia».

(3) Alláh es El Grande! Doy fe que no hay dios salvo Alláh y Muhammad es el mensajero de Alláh.