Cuentos en la manga de la Matilde
Cada tanto mi amigo Alberto Moroy se me pierde en la inmensidad del Sur argentino. Es como una peregrinación al cerno del paisano que muchos llevamos dentro.
Inventariar al ganado bajo la sombra de un chañar, darle al mate hasta quedar verde, tirarle alguna pedrada a un perro que se le va la mano al garronear a las vacas, mirarlas saltar por encima de un alambrado de 1,6 metros de puro salvajes que se criaron y esquivarlas cuando se retoban y resuelven que atacar es mejor que obedecer. Así es un rodeo de verdad en la Patagonia profunda… nada que ver con los espectáculos para turistas o para espectadores de matiné, donde nunca tienen que curar bicheras ni inyectar antibióticos. Estamos hablando del gauchaje de ahora, entre los cuales figura nuestro corresponsal… esas son sus vacaciones ¡y cómo las disfruta!
Por Alberto Moroy
Los viajes al Sur argentino me traen recuerdos de otra época en Uruguay, donde pasábamos días acampando en la mitad de la nada, comiendo lo que podíamos y disfrutando la naturaleza. Hoy algunas cosas cambiaron, hay menos privaciones. No obstante lo esencial, que era pasarla bien, se repite
El entorno
La manga de la Matilde en Viedma, un establecimiento ganadero de 5 mil ha, es un lugar especial, se parece a la de la portada, pero hecha pelota. Reforzada en los laterales con durmientes de ferrocarril, clavados de punta. El toril es de alambre de diez hilos y los corrales ya tienen 70 años. Como telón de fondo un importante galpón de esquila, de al menos 600 mts. que se asemeja a un torreón español, construido el año 1904 por Matilde Devoto, hija del banquero que financió en parte la Campaña del Desierto al Gral. Roca y el que trajo a Buenos Aires el controvertido monumento a Cristóbal Colon.
Galpón de esquila de 1904
¡¡Así viajamos!!
Así de precavidos viajamos, porque seguimos viajando y disfrutando
Como “veedor oficial”, mi tarea es otear el horizonte y solo cuando lo solicitan, dar opiniones al estilo viejo vizcacha. Recostado en un árbol crecido en el medio de un aro de rueda de carreta, abandonada hace 100 años por algún colonizador de la Patagonia en su viaje hacia el sur, está mi escritorio. Una tarima sobre tres palos, donde se apoyan todo lo necesario para las tareas, también los puchos, encendedores, mate y algún bidón de agua. Por techo una estupenda sombra coronada por pequeñas hojas y grandes espinas, de un de chañar que deja ver ahí nomás un gran nido de cotorras, de al menos tres pisos.
Así, entre jeringas, cura bicheras, remedios para la mosca, pinzas, caravanas y otras yerbas, trato de anotar en un cuaderno las voceadas indicaciones contradictorias que me dan los protagonistas. “Anotá… dos machos y tres hembras, no… son tres los machos… pará, anotá,… luego las recontamos. Algunas ocasiones como para meter un chascarrillo pregunto. Eso que le cuelga atrás esa “ternera hembra” de dos años, ¿es el cordón umbilical? A pocos metros de mi oficina, un fogón calienta las marcas, y de paso va dejando brasas para el asado. Casi pegado un tarro con aceite quemado que conoció mejores tiempos, y se usa para bajar la temperatura de la marca antes de aplicarlas. En el piso, debajo de mis pies, una tenaza corta cuernos, un arco de sierra que cada tanto me la pide cuando algún animal tiene la cornamenta a manera de ariete.
El entorno a veces es dantesco, olores de todos los tipos y de “todos lados”, mugidos y berridos como música de fondo. Algunos perros otrora buenos para el campo, en estas circunstancias son plaga, sus ladridos y mordidas de garrones solo complican la tarea. De vez en cuando les vuela un cascotazo o alguna varilla voladora con el consabido ¡fuera de ahí! Como si todo esto fuese poco, hay que andar con los ojos bien abiertos, pues tanto terneros como toros, y en menor medida alguna vaquillonas, son campeones del “salto olímpico con garrocha”. Alambrados y mangas de 1,6 mts de altura los pasan como “alambre caído”, encarándolo o saltando cual gráciles ovejitas pero de 400 kg, también le llevan la carga a cualquiera que se anteponga en el camino
¡Gases del oficio! / Cartel pegado a la manga
El ternerón de la manga
Un día de verano, con un sol que la rajaba, la mañana se presentaba divertida por las cargadas, los chiste y algunas chanzas, mientras se cruzaban jeringas, spray curadores, frasquitos de vacunas, mates y bidones de agua, el pedido del encendedor y los cigarros, un ternero de más de 400 kg. de esos que el monte escondió por años, campeón de los 100 metros con vallas, salto las paredes de la manga y casi se lleva puesto al encargado.
“La platea”, desde arriba del la pasarela de la manga, miraba cual espectador de una lidia de toros. Un par de amagues tipo rugbier y el animal paso a centímetros del gaucho. En décimas de segundos este, tras putearlo, agarró un poste reseco que le quedó a mano (parecía de madera de balsa) y se lo revoleó, mientras “terneron” emprendía la fuga, con tanta suerte que el poste le pegó en el medio de la cabeza ya cuando caía el ternerón cayó noqueado, nunca supo de donde le vino tamaña piña. El gaucho miraba asombrado, la platea (nosotros) aplaudía y el administrador puteaba ¡La mataste!…. siete lucas menos…mascullaba. Habrían transcurrido más de medio minuto cuando sin la necesidad de hacerle respiración boca a boca, el bicho se levantó si saber si le había pasado, danto tumbos encaró al monte cual borracho a la salida del boliche, y seguramente en su idioma,… le devolvió las puteadas al encargado.
Capando/ Encargado pialando y protagonista del nocaut al ternero
La vaca loca y el torero que dio el mal paso
Ya había encerradas al menos 300 cabezas. La maniobra continuaba, líquido para moscas por acá, pichicata de antibióticos por allá, levantada de cola para ver si era un machito tapado o una “hembra machorra” Al grito ¡dale!, machos para un corral y hembras para el otro, a la salida de la manga. En estas dos tranqueras chicas que se cierran y abren según la clasificación por sexo, el hijo del encargado, de 15 años con mucha solvencia y alegría realizaba esta maniobra, mientas a su espalda, uno de los corrales permanecía con la tranquera abierta. Como al pasar me dice “mírame esa vaca que es media loca”, efectivamente tenía los ojos parecidos a “Mefistófeles después de la gripe”. No habían pasado unos segundos cuando por la espalda lo encara con toda la furia, por suerte pude avisarle a tiempo: cerró la tanquerita y la vaca loca se estroló contra la tranquera. Acto seguido encaró al alambrado y más de 400 kg. pasaron por arriba como si fuese un “pas de deux” de una bailarina. Resulta notable como la gente de campo conoce el idioma gestual de los animales y mas entre tantos recuerdan las caras. Cuando le pregunto cómo sabía, me contesto que ya lo había corrido en otra ocasión. Durante el apartado a pie dentro de los corrales, tienen el timing suficiente para treparse marcha atrás a los alambrados justo cuando algún anima tira un patadón como para ponerlo en órbita.
“Peto el grande” probando el cepo / La vaca loca / El toro en el montecito
El torero que dio el mal paso
Tanto vaquillonas como toros, cuando se los arrean en el campo abierto se esconden dentro de pequeños montes de jarilla (bien espinosa). Para sacarlos hay que meterle ruido, con la bocina, gritos, rodéalos con la camioneta y aun así muchas veces no salen. En esta ocasión el aprendiz de torero, era de Buenos Aires, pero guapo, no demasiado acostumbrado a estas lides igual se mandó a pié. Así de comedido entró al montecito gritando, y salió a la disparada cuando lo encaró un “toro tamaño baño”. El porteño hace un par de amagues y el toro lo emboca de una. Los demás mirando atónitos, el fallido torero se levanta del suelo como si nada, y comenta ¡que guacho este toro! Mientras al trotecito y cojeando avanzó hacia la camioneta y como pudo se subió, siempre con “cara de póker” como quien domina la situación. De acá en mas, ve un montecito y se le paran los bigotes.
La ciática del administrador
En uno de esos viajes, mi compañero y administrador de la Matilde quedó doblado, como para juntar monedas del piso sin mucho esfuerzo. Las cargadas no se hicieron esperar, pero seguro se sentía mal. Marchamos para la farmacia de la ciudad (Viedma), ya sabía que inyección comprar, así que después de rebotar en dos, encontramos una que lo tenía. El problema fue que no aplicaban las inyecciones, seguramente para evitar responsabilidades, no obstante “como quien no quiere la cosa” y en voz baja, le recomendaron una peluquería de mujeres, donde una de ellas, peluquera de oficio, las aplicaba. Así risa va, risa viene, marchamos a la peluquería. Reculando y medio con cara de sospecha, el socio entraba como a hacerse la coiffure (peinado), pero de espaldas y agachado. Lo notable es que adentro estaba lleno de mujeres, era viernes, entre croquiñoles, alisados, tinturas, cortes y secado, en un apartado con cortina rabona, tipo probador de ropa pegado al salón, la peluquera le dice “bajáte los pantalones” Afuera la barra, esperaba con avidez los comentarios. Estas cosas son las que más disfruta el paisanaje. La situación era graciosa, en el medio chascarrillos y comentarios como que si le ponían la jeringa en la silla y este se sentaba arriba o que le marcaban un blanco en “el cachete” y la tiraban con el arco o que tal vez algún coiffeurs medio traba, fuese quien se la pone. Nada de eso ocurrió, no obstante el hombre salió ruborizado ¿Se lo imaginan?
El administrador camino a la peluquería / Sacando el cachete
Lo que es imposible de transmitir por más que uno intente, es ese ambiente amistoso del gaucho del siglo XXI, tan parecido al de un siglo atrás, pudoroso, siempre dispuesto a bromear pero también a ayudar, guapo de verdad, no de cartón. Además, el concierto de mugidos y ladridos, el aire absolutamente limpio de esas latitudes, los bichos que reptan entre las piedras, corren desesperadamente entre los matorrales o se refugian en las ramas más altas y desde allí meten alboroto. ¿Y los outlets de marcas de moda? ¿Y la gente bailando por un sueño en la televisión?… acá estás a salvo de todo eso, se quedó en Buenos Aires.
¡¡La fuga del hospital !!
Bueno… mejor se los cuento otro día.