Mercado del Puerto, Mérica y Teresa
Se lo extraña a Ramón Mérica con su particular visión de los singulares personajes que pueblan al mundo.
Hoy es un buen día para recordarlo, pero mejor todavía el próximo sábado con su clásica convocatoria al Mercado del Puerto, un lugar que Ramón transitaba con su peinado a la gomina, su bufanda y su excelente disposición para compartir una aleccionante conversación. Recuerdo como si fuera hoy la primera vez que lo vi en la Redacción de El País y el último y desconcertante encuentro que tuvimos, también en El País, pero unos 50 años después. Se lo veía impecable como siempre, aunque con una de esas zapatillas que solo se llevan en la intimidad de la propia casa. ¡Qué bueno que te mejoraste! Estás como siempre, le dije. No como siempre, me respondió. Por ejemplo, me doy cuenta que me conocés y me apreciás, cosa que te agradezco mucho, pero no tengo la menor idea de quien sos y te pido disculpas por eso. Buena parte de su memoria le había sido arrancada malamente.
Pero de él nos quedan algunos libros y artículos como éste, que pueden rescatarse de El País Digital. Cuando pases por Roldós, tomate en su homenaje un medio y medio y acompañalo con un sándwiche de Rocquefort, que era su preferido. Y al brindar por él, acompañá un saludo a Teresa.uy, una simpatiquísima aportadora de fotografías a Panoramio y Google Earth. Ya podés ver la calidad de su trabajo, pero si ingresás por ejemplo a http://www.panoramio.com/photo/25186305, descubris que Teresa no solo es una excelente fotógrafa, sino también una amable cicerone para quienes quieran saber un poco más de nosotros.
Bueno, basta de prolegómenos y vamos al artículo de Ramón Mérica, publicado con motivo del 135 aniversario del Mercado del Puerto. Pero antes, una indignada protesta por haber derribado ese mostrador en el que hincaron los codos desde Gardel y Luis Batllle, hasta Haedo siendo presidente, con boina blanca y todo, acompañado de algún pintor famoso y discutiendo de política con el lustrabotas. Es cierto, tenían que ampliar… pero nada les exigía asesinar el corazón yorugua. Fui hace poco con un periodista vasco y no sabía qué decirle, como explicarle semejante despropósito.
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Al día siguiente de su inauguración, el 10 de octubre de 1868, los diarios de la época se derramaban en ditirambos como «el más lujoso y de mayor capacidad de todos cuantos existan en la América del Sur» y cosas parecidas. Se estaban refiriendo al Mercado del Puerto, una empresa particular de gran envergadura que venía a sumarse a la demanda de modernidad que ya se iniciaba en la antigua aldea y que un año antes había prohijado el Mercado Central detrás del Solís.
A la cabeza del proyecto figuraba el comerciante español Pedro Sáenz de Zumarán integrando una sociedad en la que también estaban Juan McColl, Raúl Arocena, Juan Francisco de la Serna, Juan Peñalba y José Pedro Ramírez. Todos juntos se pusieron de acuerdo en emprender una obra de mucha importancia, y así lo hicieron.
Los parroquianos o visitantes del Mercado no pueden sospechar algunos de los secretos del edificio. Por lo pronto, su construcción, cuyo diseño es obra del inglés R.V. Mesures, ejecutada en Gales en los talleres de la Unión Foundry de la ciudad del Liverpool, todo bajo la supervisión celosísima de Mesures. Ese celo profesional también se volcó sobre el montaje y armado del complejo (un verdadero Meccano de la época) y sus pilares metálicos, sus cercas de hierro fundido y sus soportes fueron armados por un equipo de herreros profesionales venidos con el propio ingeniero diseñador. No hubo un solo dedo uruguayo en la creación del Mercado.
Lástima que ya no esté: se cuenta que en el centro del mercado original había una fuente rodeada de bancos metálicos. Años más tarde, en ese mismo lugar fue colocado un reloj que, felizmente, está. Ese reloj ha llevado al pueblo a imaginar que la construcción del mercado fue pensada para una estación de ferrocarril, pero no es así. El edificio, más allá de estar a metros del agua, invita a viajar, pero no en ferrocarril, sino con sus propuestas gastronómicas, sobre todo las relacionadas con la carne, donde la oferta es infinita y abrazadora. Como dijo el francés Jean-Philippe Laffont (el maestro de canto del delicioso film «La fiesta de Babette») al entrar al mercado y ver sus parrillas: «L’apothéose de la viande!» hay algo más que eso: para jugar con los idiomas, en realidad el Mercado del Puerto y todos sus hermanos platenses representan las apoteosis de las viandas.
Eso es particularmente atractivo para los visitantes extranjeros, que suelen volver a sus países con el mejor recuerdo luego de haber recorrido los rincones de este gran lugar montevideano.
Se cuenta que en la misma época de fundación del mercado, el señor Juan Roldós estableció un negocio de ramos generales, esos registros donde había de todo: botas, salchichones, vinos, yerba, algún loro, ollas, chiripás, quincallería, géneros, licores, adornos, cuchillos y hasta algún diario o revista llegada desde Buenos Aires. Una botica, como se decía.
En 1930, el hijo de don Juan, Juan Bautista, decidió transformar el almacén en bar y realmente fue un golpe de gracia. Durante décadas, sobre el mostrador de madera sobriamente esculturado han corrido ríos de Medio y Medio, la bebida emblemática de la casa, ideal para humedecer los sandwiches generosos que anteceden un giro de 180 grados y luego toparse con las tiras de asado y las achuras. El célebre Medio y Medio es una recatada mezcla de vino blanco seco con un espumante también blanco y ha sido tal su prestigio que hoy se lo puede encontrar ya pronto, envasado, como ha ocurrido con el Bellini de Café Florian de Venecia.
Sobre ese mostrador, modestamente, se han acodado José Luis Zorrilla, Carlos Reyles, José Cúneo, Alberto Zum Felde, Felisberto, pero también, entre otros muchos, Tita Ruffo, Witold Malcuzynski, Victoria de los Angeles, Jean-Louis Barrault, Madeleine Renaud, en una larga cadena de sensibilidades. Hoy, con la apertura de la peatonal Pérez Castellano, el viejo mercado sueña con Italia y desparrama músicos, sombrillas, mercachifles y mucho vino sobre esa casi ribera del Plata. Los ingleses, a lugares como éste, suelen llamarlos «must»; en Montevideo, el Mercado y su Roldós son un par de imperdibles. Por suerte están juntos: ir a uno obliga a visitar el otro.
Doña Adela Varela: un símbolo vivo del Mercado
No parece un quiosco tradicional, sino un estuche. Adentro, una señora platinada siempre muy arreglada no se pierde el menor movimiento del viejo edificio, confirmando lo que el Ministro del Tribunal de Cuentas, uno de los propietarios de Roldós, Ernesto Belo Rosa, define como «la dueña del Mercado».
«Yo no soy la dueña del Mercado, pero lo amo y he hecho bastante por él. Cuando yo llegué y compré el quiosco, hace dieciséis años, esto era de un caos y de un abandono lamentables. De entrada pensé que el Mercado era un anzuelo impresionante para los turistas y que había que hacer algo para remozarlo, me puse en ello y la verdad que se ha conseguido un giro de ciento ochenta grados».
Nacida en Vega de Espinadera, León, Adela no puede ocultar el gracejo y precisión de su castellano, pese a que «no sé cuántos años hace que llegué al Uruguay, pero son muchos». En esos años, ha explotado negocios variados, sobre todo de comestibles, «hasta que un día una amiga me habló de este quiosco que estaba en venta, lo vine a ver y me gustó la idea, pese a que no era esto que hoy se ve. Lo que yo vi entonces era una cosa espantosa, un engendro de hormigón, lo hice tirar todo abajo y lo hice a nuevo. En ese tiempo, me costó veinticuatro mil dólares. ¿Caro? Claro que sí. Aquí en el Mercado los negocios son muy caros».
Nadie como ella para revelar las vísceras administrativas del edificio. «Esto es como una co-propiedad horizontal de un edificio. Algunos son dueños del negocio y del piso y otros son dueños sólo del negocio y alquilan el piso al propietario». Lo difícil, como en toda copropiedad, es poner a todos de acuerdo cuando hay que hacer algo, pero eso también se ha mejorado».
Preocupada por la seguridad, Adela insiste: «No deje de recalcar que el Mercado es un sitio muy seguro, que se puede venir en familia y con niños, y que los famosos veinticuatro y treinta de diciembre, donde había peleas y hasta tiros, ya no existen. No en vano la gente que viene de todo el mundo, desde Indonesia hasta Nueva York, se va encantada». Un plus para el público que va a disfrutar del viejo y querido gigante del Puerto de Montevideo.
La historia no contada del Señor de El Palenque
El señor de El Palenque llegó a Uruguay hace 45 años, solo, tenía 17 años y entró como peón de cocina en el Victoria Plaza. Antes, sin embargo, había transitado por cocinas sevillanas desde los 12, y su encuentro con Montevideo fue definitorio, sobre todo en el mercado, al que conoció porque unos vecinos suyos de Galicia ya estaban instalados aquí.
Cuando hoy se aprecia en ese lugar los esmeros de elaboración y de servicio, urge preguntarse de dónde vienen: «Superviso todo, o casi todo. Todo está bajo el control mío y de mi hijo Emilio, que seguramente me sucederá y que ama mucho este oficio. Es algo de familia: ya tengo un nieto de once años que está metido en la cocina».
Hoy no parece concebible el viejo Mercado del Puerto sin el espacio que, por derecho propio, se ha ganado El Palenque en el característico recodo del paseo que reina en la Ciudad Vieja.
Poco a poco, la firma ha ido ganando gran espacio en el Mercado, con el último agregado de un local con unas tapas que parecen llegadas desde Madrid, aunque Portela recuerda: «Antes el mercado era más mercado, ahora es más plaza de comidas, pero ha habido, sobre todo, un cambio social: cuando yo llegué, era un lugar adonde venían a comer los obreros de la estiba, gente del puerto, gente que ya no viene. En cambio, ahora el público mayoritario son los ejecutivos». Ese cambio social determinó cambios en las cartas: «Ya no se hacen los antiguos chorizos al vino blanco ni el matambre arrollado, y así nosotros hemos incorporado, además de la parrilla, que es la reina del mercado y su razón de ser, platos franceses, españoles, italianos, cocina internacional».
Esos esmeros llegaron el año pasado a Punta del Este con un enorme éxito en la Avenida Roosevelt, aunque el bastión original sigue siendo el que se acuna junto a la Bahía. Allí los Portela han edificado un respetable patrimonio, comprensible cuando se averigua que un buen sábado en El Palenque hace tintinear la registradora por no menos de 150 mil pesos. «Nos matamos por todo, pero hay dos cosas fundamentales: el cuidado de los baños y la calidad de la comida».