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Polinesia

Son 118 islas en cinco archipielagos, todo rodeado de un mar turquesa.

Si no vas ahora que el dólar está bajo, cuándo vas a ir. Aprovechá la información de Pilar Bustelo, que sufrió lo indecible en la Polinesia solo para escribir este relato en La Nación, nuestro socio GDA.

«Papeete no le va a gustar. Demasiado estrés», me advirtió un tahitiano de camisa floreada mientras esperaba las valijas en el aeropuerto de Papeete, la capital de Tahití. Lo miré incrédula. Ya me habían condecorado con la primera guirnalda de flores del viaje, y los acordes de ukelele con los que también nos recibieron todavía flotaban en el aire.

Claro que, a medida que se visitan otras islas del archipiélago, comienza a entenderse algo del parámetro polinesio del estrés. Para darse una idea: este territorio de ultramar francés, que en el mapa se insinúa como una constelación de puntitos esparcidos por el Pacífico, está formado por 118 islas, repartidas a su vez en cinco archipiélagos: Sociedad (la más poblada y visitada), Tuamotu, Gambier, Australes y Marquesas. Unas 40 de ellas están lisa y llanamente deshabitadas. Otras, como las Marquesas, las mismas que Gauguin pintó con trazos encendidos, se encuentran tan lejos (1400 km al nordeste de Tahití) y es tan caro llegar hasta allí (prácticamente lo mismo que ir a París, siempre desde Tahití) que se dice que el archipiélago aún conserva lo más auténtico de la Polinesia original.

Papeete, por otro lado, es una franja de 30 km y 127.000 habitantes, la mitad de toda la población polinesia. Es también lo más parecido a una ciudad que puede encontrarse en estos confines del mundo, con sus calles atestadas de autos, un tránsito endomoniado y un bullicioso puerto comercial. Hasta ahí las semejanzas. O el estrés. Después está ese mar azul sin fondo que desaperece en una curva y reaparece en la siguiente, costas de arena negra, un interior de montañas escarpadas y la maleza perfumada que irrumpe en el asfalto.

De día, el pulso de la ciudad late en el mercado central, le Marché du Papeete, que ocupa una manzana entera y desborda de fruta, pescado, vainilla en todas sus formas -en chaucha, hebras, aceite o jabón- e incluso pareos… made in Indonesia . De noche, la movida se muda a las roulottes, una suerte de feria de comida al aire libre, frente al puerto, donde decenas de camionetas y trailers despliegan sillas, mesas de plástico y hasta cocinas, montando esos peculiares restaurantes sobre ruedas. Pese a la humareda, el paseo es pintoresco y una buena forma de aproximarse a la cocina local, que se destaca por el pescado crudo (el más popular es el mahi-mahi marinado en leche de coco y limón), pero también por la influencia china (no es novedad: los chinos son el 12% de los habitantes de Polinesia) y la gastronomía gourmet, esta última de indudable sello francés.

Las otras islas. De todos modos, Tahití suele ser un lugar de paso para el grueso de turistas, que la ven como plataforma para viajar al resto de las islas. Estas son tantas, y tan distintas entre sí, que lo usual es visitar al menos dos o tres.

Dentro de las islas de la Sociedad hay algunas consideradas salvajes . Con pocos hoteles, pocos turistas, mucho sabor local. Raiatea es una de ellas. Ojo, porque quienes buscan la Polinesia de postal pueden llegar a decepcionarse en esta isla de mar turquesa, sí, pero sin playas. Claro que salpicados alrededor de Raiatea hay una decena de islotes desiertos, los motus, que se asoman entre aguas transparentes, arena blanquísima y palmeras largas y flacas. Inevitable que surja la conversación, una vez allí, del tipo cómo hacemos para tener un motu , ¿podemos quedarnos a vivir acá? , y un previsible etcétera.

Y también está la maravillosa isla de Taha a, llamada asimismo «de la vainilla» (en su diminuto territorio se cultiva el 80% de esta orquídea), que comparte el arrecife de coral con Raiatea y está a escasos 20 minutos en lancha. Taha a comienza a asomarse al turismo, pero cuenta con uno de los hoteles más exclusivos de Polinesia, Le Taha a Private Island & Spa, donde habrían pasado su luna de miel los príncipes de Asturias. Nadar en el jardín de corales que esconden las aguas de la isla es lo más parecido a un documental de Jacques Cousteau que pueda recordarse, y eso que sólo basta con sumergir la cabeza para encontrarse con ese deslumbrante caleidoscopio submarino.

Raiatea, en tanto, es para conocer desde adentro. Para internarse en su selva bañada de cascadas, remontar en kayak el único río navegable de la Polinesia, el Faaroa (que discurre dentro del cráter de un volcán), o descubrir el jardín botánico, una explosión de flores y colores, y naturaleza intensa. Además de ser conocida como la capital del yachting, también se la llama la Isla Sagrada, por considerarse la cuna de la civilización polinesia. De aquí zarparon las piraguas que colonizaron Hawai, Nueva Zelanda y la Isla de Pascua. Y, como Meca y Medina, los polinesios peregrinan al menos una vez en su vida hasta la isla para pisar el célebre marae (templo) de Taputapuatea. Cierto que hay que contar con una buena dosis de imaginación para ver en esas piedras derruidas un lugar donde se realizaban las más solemnes investiduras, ceremonias y, también, sacrificios humanos.

Hoy, en lugar de maraes se levantan iglesias puntiagudas por doquier. Los misioneros ingleses hicieron de los polinesios fervientes protestantes. Hay que ver cómo se engalanan para ir a misa los domingos, y hasta los mahus se adornan la cabeza con más flores que de costumbre. Los mahus -o reres, para algunos- son hombres que parecen mujeres y que aquí no sorprenden a nadie. Una costumbre extendida en familias numerosas es de hecho la de educar al hijo mayor como mujer, para que ayude en tareas domésticas y en la crianza de los hermanos. Hoy por hoy, los hoteles se disputan a los mahus porque suelen ser atentos, educados y eficientes.

Bora Bora. Y después está Bora Bora. No importa que sea la más turística. Esta isla, que ya empieza a seducir con su nombre, es la que mejor encarna el ideal polinesio. Aquí se llama laguna al mar protegido que queda encerrado en un cinturón de coral. Y la laguna de Bora Bora, con sus gradaciones de zafiro y esmeralda y turquesas nunca vistos, reúne todos los clichés.

En medio de la bahía se alzan, dramáticas, dos cumbres volcánicas atiborradas de verde. A su alrededor, un rosario de motus de arenas resplandecientes. Y sobre ellos, o más bien sobre el mar, decenas y decenas de cabañas sostenidas por pilotes. Parecen de lo más rústicas, con sus techos de hojas de pandanus (tipo palmera) y sus paredes de madera. Pero por dentro son puro lujo. El chiche que todos buscan es el piso de vidrio o la mesa ratona transparente, para ver el ir y venir de los pececitos. También hay equipo de snorkel en el placard y escaleras en el deck que bajan directamente al mar.

No hay hotel cinco estrellas que no tenga estos bungalows. Eso sí: cuestan casi el doble de los que están sobre la playa o el jardín. En algunos casos, mil dólares la noche para empezar a hablar. Polinesia es un destino caro, carísimo, y si llegó hasta aquí más vale que disfrute sin culpa. Y de a dos, por si hace falta aclarar.

Además de entregarse al bienvenido dolce far niente , vale la pena explorar algunas de las actividades que ofrece el destino. Nosotros elegimos la de alimentar a las rayas, ahuyentando cualquier asociación con la fatídica suerte del cazador de cocodrilos . Pero, a decir verdad, esos cuerpos gelatinosos que avanzan flameando hacia nosotros apenas esgrimimos un puñado de sardinas resultan ser de lo más amistosos.

«Ah, mis amores, cómo las extrañé», dice Patrick mientras acaricia con genuina ternura a una raya, y a otra, y a otra más. Patrick es el nombre occidental -el tahitiano es Heifara- de este hombre de melena espesa, taparrabos y nalgas tatuadas. Los tatuajes, aquí, son como un libro abierto donde se escribe la historia de cada familia, aunque hoy se usan ante todo como adorno corporal.

De regreso en la lancha, Patrick canta y toca el ukelele como si hubiera nacido para eso. Nosotros lo miramos absortos, como si a su vez hubiéramos nacido para presenciar, al menos una vez en la vida, esa música, ese atardecer, ese mar.

Papeete. Algún desprevenido podría confundirlas con emblemas argentinos. Son las banderas celestes y blancas que se alzan aquí y allá en algunas islas, símbolo de la tibia lucha por la independencia que algunos grupos emprendieron hace años. Aunque si se miran de cerca, en la franja blanca de las banderas hay cinco estrellitas amarillas, una por cada archipiélago de la Polinesia Francesa, un territorio esparcido sobre una superficie oceánica tan grande como Europa.

Pero, por ahora, parece que ni Francia ni la mayoría de la población polinesia está dispuesta a soltar lazos. La realidad es que París es el verdadero sustento económico de este centenar de islas, que por otro lado tienen suficiente autonomía como para elegir su presidente y controlar sus asuntos internos.

El idioma oficial aquí es el francés, y los habitantes de este pueblo alegre y tropical tienen, asimismo, pasaporte de la madre patria. De todos modos, los polinesios han defendido sus tradiciones con ferocidad a lo largo del tiempo, desde los bailes y los tatuajes hasta su vestimenta (las mujeres nunca dejaron de usar pareo, que se atan con destreza de una y mil maneras), el respeto por la familia o la lengua, que sobrevivió a pesar de haber sido prohibida durante décadas.

Los primeros europeos que pisaron las islas, allá por mediados del siglo XVIII, se quedaron impresionados con este paraíso habitado por nobles salvajes y mujeres bellísimas que concedían fácilmente sus favores sexuales a los visitantes. Europa se llenó de historias sobre aquel lugar mítico que el navegante Louis Antoine de Bougainville llamó Nueva Citerea (la patria de Venus, diosa del amor), y que en siglos posteriores atraería a artistas y escritores de la talla de Herman Melville, Robert Louis Stevenson y Paul Gauguin.

Claro que tanto Boungainville como los ingleses Samuel Wallis y James Cook pronto serían testigos de las feroces guerras intertribales de los polinesios, y además comprobarían la estricta división de la sociedad en castas. Y luego de que los franceses expulsaran a los ingleses seguirían estallando los choques y enfrentamientos, e incluso la guerra franco-tahitiana. En 1880, el último rey de Polinesia, Pomare V, abdicaría finalmente en favor del imperio.

No hay que desestimar los beneficios que obtuvo Francia de su colonia. Los más resonantes continuaron hasta hace poco y tienen dos nombres: Mururoa y Fangataufa. Son los atolones polinesios donde Francia realizó, entre 1966 y 1996, 193 ensayos nucleares para desarrollar y modernizar su arsenal. Una curiosidad: Mururoa quiere decir isla del gran secreto. Irónicamente, no son pocos los que acusan a Francia de haber ocultado los verdaderos riesgos de las explosiones.