El coleccionista más odiado y admirado
El bello personaje de Ingres reflexionando quizás sobre la contradictoria inconsistencia de todas las cosas, desde su posición de privilegio en la Frick Collection. La de Henry Clay Frick fue una vida incalificable… en el más estricto sentido de la palabra.
Hace 80 años, el 11 de diciembre de 1935, 700 ricachones neoyorquinos fueron invitados a la fiesta de apertura de esta colección de arte. Estaban los Astor, los Rockefeller, los Vanderbilt, los Guggenheim, los Carnegie… no faltaba nadie. ¿Te llama la atención de que varios de esos apellidos están vinculados al arte aunque puede que ninguno de ellos fuera capaz de dibujar un macaquito mediocre? No debería ser así. A pocos de los inmensamente ricos les da por repartir su fortuna entre quienes la necesitan, pero a muchos de ellos les da por coleccionar arte.
Antes de salir a buscar piedras y un cóctel molotov, pensá que si no fuera por los coleccionistas y por los mecenas, buena parte de los artistas de todos los tiempos se nos morirían de hambre. Porque si esperaran por nosotros, no alcanzarían los eones. Ahora, si me decís que huele un poco asqueroso que alguien junte tanto-tanto-tanto dinero, eso sí te lo concedo. Y que pocas veces se trata de algo fortuito y alejado de la expoliación, como es el caso de Mark Zuckerberg; eso también te lo concedo. No le demos tantas vueltas filosóficas al asunto, porque llegaremos al caso de los recontramultimillonarios rusos post-URSS, chinos post-maoísmo o dictadorzuelos de todas las latitudes que se llenan la boca con la porquería de la propiedad privada y amorralan en los bancos donde rige a rajacincha el secreto bancario, porque no están en países tan obedientes como Uruguay.
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Entonces, hace 80 años, “los poderosos deambulaban con sus copas de champagne entre lienzos de Vermeer, Velázquez, Ingres, Veronese, Fragonard, etc.”, decía Marta Rivera de la Cruz en un artículo que escribió para El País de Madrid y tituló “Por amor al arte y al dinero”. Pero Henry Clay Frick no estaba presente, había fallecido en 1919 y uno quiere creer que estaba feliz de compartir su riqueza artística con sus pares… pero no lo podríamos asegurar. En todo caso, hubo que esperar un poco para que esa increíble colección quedara habilitada para todo público, incluyendo a los pobres… siempre que pudieran pagar la entrada de entre 10 y 20 dólares. Eso sí, la ropería es gratis.
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Porque más allá de las disquisiciones políticas, hay una cuestión de democracia artística en lo que hacen los coleccionistas. Los mecenas generalmente se limitan a auspiciar y solventar los gastos terrenales de los artistas, nadie debería oponerse, aunque las recientes críticas a la Teleton, muestran que todo es opinable… hasta la filantropía. El coleccionista en cambio, tiene dos caminos a seguir: juntar y juntar hasta lograr el volumen que justifique la creación de una galería o un museo, habilitados al público. O amurallar todo el arte y guardárselo para su consumo personal, apenas compartido con los íntimos, en una reprobable confiscación de la belleza.
El Muva I en primitivo HTML, como lo exigían las condiciones en 1996 y el Muva II en Flash, ya más elaborado, hasta el punto de que en cada sala hay música ambiental y que en la entrada se siente el ruido del mar y el canto de las gaviotas.
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Ahora, seamos sensatos, los artistas crean, pero también se alimentan. Necesitan que les compren los cuadros y no todos los bienvenidos compradores están en condiciones de formar grandes colecciones. En ese caso también hay una solución, como la que encontramos junto con Alicia Haber en nuestro Museo Imposible, específicamente denominado MUVA (Museo Virtual de Artes), un mecenazgo del diario El País con la dirección del fallecido e inolvidable Arq. Eduardo Scheck. ¿Cuál era el argumento de Alicia cuando buscó mi complicidad? Dotar a Montevideo de un Museo descomunal donde poder exhibir las obras que casi nadie podía ver, porque pertenecían a colecciones privadas. Sacar obras de un hogar, trasladarlas y exhibirlas en un lugar cuyas garantías nunca son absolutas, representa un grave riesgo y un alto costo en seguros… pero exhibirlas como ustedes pueden verlas en http://muva.elpais.com.uy, constituyen un placer semejante a verlas en la realidad real, en las dos versiones museísticas que construimos en tiempos de vacas gordas.
El equipo que bajo la conducción de Daniel y Eduardo Scheck, produjo El País Digital y las dos versiones del museo virtual. Falta nada menos que la autora de la iniciativa del MUVA, la exquisita Alicia Haber… entre otros que también faltan. En el centro el autor de este artículo y culpable de que tengamos tan pocos registros históricos de algo que debería dar de qué hablar.
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Luego vinieron las crisis económicas que experimentó Uruguay, se encarecieron los costos, internet lanzó sus tarascones sobre los diarios impresos… y el mecenazgo hacia nuestro museo, con dolor en el alma, debió llegar a su fin. No fue posible sensibilizar a patrocinadores.
Nuestro personaje, Henry Clay Frick, había nacido en una humilde granja y se había casado con la hija de un destilador de whisky. Apenas se hizo cargo, cambió al rubro hacia el carbón de coque, el hierro y el acero, con la acertada visión de que Estados Unidos se encaminaba hacia una industrialización frenética. Antes de cumplir 30 años tenía mil hornos funcionando y era uno de los más prósperos hombres de negocio.
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La web oficial de la colección no economiza elogios sobre Henry… pero tampoco oculta las críticas que llegaron al extremo de calificarlo como “el hombre más odiado de América”, a pesar de sus obras filantrópicas.
En el invierno de 1881, Henry se casó con Adelaida Howard Childs y compró en Pittsburg su primera gran casa: una mansión de 11 habitaciones por la que pagó 25.000 dólares. Sucesivas reformas convirtieron la mansión en un palacio de 35 estancias, cuyo exterior recordaba a un château francés. Allí nacieron los cuatro hijos del matrimonio, de los que solo sobrevivirían dos: Helen y Childs Clay Frick.
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Su imponente residencia avivó en Frick el interés por la pintura. Siempre le había atraído el arte, pero no fue hasta entonces cuando empezó a hacer pequeñas adquisiciones con destino a las paredes de su mansión. En aquella época conoció al marchante de arte Ronald Knoedler, que le orientó en sus compras. Los viajes a Europa y las visitas a museos sirvieron para avivar el entusiasmo de Frick: no había podido estudiar arte, pero la posición económica que había alcanzado le permitía dar rienda suelta a su pasión por la pintura. Tiempo después reconocería que comprar cuadros le producía un placer superior al de cerrar buenos negocios, dice la periodista de El País de Madrid.
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Las mansiones y la pintura son gustos caros que Henry Craig Frick solventaba con el acero, ahora como Presidente de la Carnegie Steel Company, con la cual se había asociado. Dicen los biógrafos que era un patrón de los más duros, en momentos en que a los huelguistas se los reprimía sin compasión. La dirigencia gremial había organizado unos piquetes armados que impedían el acceso a los empleados que desafiaban la huelga impuesta. Entonces, nuestro amante del arte contrató 300 hombres de la agencia de detectives Pinkerton, quienes se enfrentaron a los piqueteros (y a los obreros, las balas son cortas de vista) munidos con rifles Winchester. Cuando intervino el ejército, dicen que para retornar al orden, se comprobó que había nueve muertos y decenas de heridos.
No fueron diarios comunistas los que lo calificaron como “el hombre más odiado de América”. El industrial argumentó que había defendido su negocio. La explicación no le resultó satisfactoria al anarquista Alexander Berkman, quien consiguió colarse en las oficinas y pegarle tres tiros a Frick, un tipo robusto que a la semana estaba otra vez dirigiendo la empresa sin cambiar su estilo… aunque en 1899 resolvió vender su parte y reinvertir en otros negocios.
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Abandonó Pittsburg, se trasladó a Nueva York donde comenzaban a brotar los rascacielos. En 1906 compró el edificio de la Biblioteca Lennox, en la Quinta Avenida y la calle 60. Sacó la billetera y ahí mismo pagó 2.250.000 dólares al contado, que era una cifra demencial en ese entonces. No contento con eso, sacó otros 600.000 para comprar un predio contiguo.
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La biblioteca desapareció, pero en su lugar el magnate edificó un palacio de estilo francés, organizado en realidad como una galería de arte. Ahora, miren qué curiosidad: los biógrafos explican que a esa altura Frick además de un apasionado, ya era un entendido en arte. Y dije arte, no estética, razón por la cual estaba dispuesto a pagar fortunas por cuadros y esculturas pero le costaba soltar unos dólares por mobiliario acorde.
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En su ayuda apareció Elsie de Wolfe, una actriz que abandonó las tablas tras apasionarse por la decoración de interiores. ¿Podrán creer que Frick no le puso límites a Elsie y que la actriz devenida decoradora presentaba presupuestos para cortinas en el orden de los 10.000 dólares que se pagaban sin chistar? Es más, cuentan que en menos de un mes, el magnate había invertido 400.000 dólares en alhajamiento, incluyendo un juego de gobelinos del duque de Devonshire y un secretaire que le había pertenecido a María Antonieta.
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Amigos, la emulación es un estimulador fascinante. En sus vueltas por Europa, Frick visitó en Londres la Colección Wallace, que el marqués de Hertfordshire había librado al público tras su muerte, generando admiración por esa decisión que jorobó a sus herederos, pero a él le significó glorificación postmortem. Así que Frick resolvió lo mismo, porque es fácil desprenderse de bienes a esa altura tasados en 100 millones de dólares, con la condición de que uno ya no los pueda disfrutar.
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Nadie explica si a los herederos les pareció gracioso; en todo caso a los obreros que luchaban por su salario unos años antes, ni los benefició ni los perjudicó. La sorpresa de todos vino cuando se abrió su testamento, cuando murió en 1919 apenas cinco años después de haberse trasladado a la mansión-museo. La fortuna total en el momento de su muerte sumaba unos 150 millones de dólares; pues bien, 120 de esos millones se transformaron en legado público a instituciones benéficas de Nueva York, Pittsburg, Princeton y Cambridge, incluyendo un gigantesco predio para construir un parque en su ciudad natal.
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Cuando ocurre una cosa así, lo habitual es que la familia impugne el testamento, pues generalmente la justicia les brinda algún amparo. Pero no fue eso lo que ocurrió, pues Frick había establecido que su viuda Adelaida podría residir hasta su muerte en la casa familiar y que no se le introducirían modificaciones. Sus dos hijos, Helen y Childs, estarían contratados por la galería hasta el fin de sus días con una remuneración principesca en aquél entonces y la hija fue todavía a mas, creando una biblioteca especializada en temas artísticos.
Si existe un más allá donde uno paga por sus pecados o es premiado por sus buenos actos, el dictamen en el caso de este magnate debe haber sido complicado, pero no le pudo resultar barato todo el asunto del maltrato a los obreros. Como en todas las películas tiene que haber un malo, a Frick le tocó el peor de los personajes. En él representaron todo lo malo de la codicia ilimitada de la empresa, fenómeno común en aquellos tiempos.
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Así es como le asignan culpabilidad participada en la inundación del pueblo de Johnsotwn en 1880, provocada por la rotura del dique de South Fork, coto de pesca del Club de Caza y Pesca del lago del mismo nombre. Ese club debió hacer tareas de mantenimiento, no se hicieron, el dique se rompió y murieron más de 2000 personas.
No se a ustedes, pero a mí, aunque el de la Frick Collection es interior y el otro es más bien un anticipo del fabuloso jardín de la mansión, me parecen fruto de la misma inspiración… o una hermosa tendencia de aquél tiempo.
Deben ser pocos los que 300.000 visitantes que cavilan sobre estas cosas cuando visitan la galería cada año, tanto por la muestra pictórica, como por la arquitectura del edificio, mejorada por el célebre John Russell Pope. De este arquitecto fue la idea de instalar ese jardín interior con un estanque que tanto lo asocia a nuestro hermoso Museo Blanes en El Prado.
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Si querés otra particularidad menos politizada sobre la cual reflexionar durante tu visita, fíjate en la temática de las pinturas, casi todos paisajes y retratos. Es que la estética de Frick no era irrestricta: le fastidiaban los desnudos, las escenas mitológicas tan poco cristianas y las escenas bélicas, tan inquietantes. No fue una exclusión total, pero se nota, aunque posteriormente la galería adquirió obras sin respetar ese gusto personal del magnate.
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Guillermo Pérez Rossel
http://www.frick.org
http://elpais.com/diario/2010/11/14/eps/1289719612_850215.html
https://es.wikipedia.org/wiki/Colecci%C3%B3n_Frick
http://isla-muir.blogspot.com.es/2011/09/la-coleccion-frick-de-nueva-york.html