San Andrés en chileno, po
Enterate porqué el turismo a San Andrés creció un 100% en cinco años.
En primer lugar porque la competividad aérea desatada por Copa y otras compañías que antes no llegaban hasta el Rio de la Plata, permitieron abatir los precios de los pasajes. A eso se suma que los gringos ya no están dispuestos a pagar cualquier cosa y, finalmente, no le restes méritos a los colombianos que están cambiando de arriba a abajo a su país. En general te empaquetan San Andrés con Cartagena, que es como una postal de piratas donde solo falta que venga Johnny Depp para completar el escenario. Y que tengas en tu conciencia alguna herejía para disfrutar mejor del terror a la Santa Inquisición, que hizo de Cartagena su sucursal americana, no sea que quedara alguien sin torturar.
Es una excelente opción, ya que además, te dan todo all inclusive, así que solo tenés que resolver a qué hora querés desayunar. Aunque no es todo tan facilongo, también tenés que saber cómo moverte en San Andrés y para eso, María Paz Cuevas de El Mercurio (GDA) nos recomienda arrendar un carrito de golf y darle de punta a toda la isla, que, si vas desde Bogotá, te insume una hora y media de vuelo. ¡No vayas a ir con una valijita minúscula! San Andrés es toda ella una gigantesca Zona Franca; a tu mujer la tendrás que llevar a los tiros hasta la playa. No te olvides de leer todo con una «iii» dominante, mirá que está escrito en chileno, po.
SAN ANDRES (El Mercurio/GDA).- El chofer del micro escucha reggae y le suelta una sonrisa reluciente a cada pasajero que sube. Arriba, en un asiento de terciopelo azul, salto. Salto y salto. Y transpiro como condenada mientras miro por la ventana una perfecta postal tropical.
El camino bordea la costa. El mar que los colombianos dicen tiene siete colores es celeste y casi transparente. Quieto como una taza de leche, salpicada por unos islotes 400 metros mar adentro.
Por todos lados se ven palmeras y vegetación abundante, caribeña, generosa.
Ayer estaba con camiseta, chaleco y parka, esperando subir al avión. Hoy estoy en la isla de San Andrés, en Colombia, escuchando reggae, rodeada de isleños que saludan a cada rato con un h ola, mi amiga. Tengo una toalla de playa enroscada en el brazo y el pelo convertido en un Mato Grosso personal. Por efecto de la humedad soy repentinamente crespa -en San Andrés, los 30°C no pasan en ninguna época del año- y voy a la playa arriba de un micro carnavalero y antiguo que avanza sin apuro.
En cámara lenta
Todo transcurre en cámara lenta. Ya me lo había advertido el taxista que hablaba con sus colegas a la salida del aeropuerto -hablaban en creole, mezclando inglés isabelino, español y dialectos africanos- y que me llevó hasta el hotel: «Aquí no ande apurada, mi amiga. Aquí en San Andrés todo es relajo».
Luego de acomodarnos fuimos a la piscina del hotel desde donde se veía un mar tan claro que parecía fácil distinguir los peces nadando en el fondo. La piscina estaba vacía. Sólo había un parlante con ruedas del que salían reggaeton y vallenatos. Luis, el único animador del lugar, parecía aburridísimo. Bailaba dos pasitos en la orilla y volvía a sentarse. Insistía en subirle el volumen al parlante, pero los huéspedes se habían ido a sus habitaciones a dormir la siesta. Luis no tenía público al cual entretener, aunque era temprano, y la escena sólo parecía reafirmar la idea: efectivamente en San Andrés, todo era relajo. Incluso para un animador de hotel.
En el micro, camino a la playa, los ejemplos se suman. Desde la ventanilla veo policías al borde del camino, detenidos, conversando, otra vez quizás un poco aburridos. Unos oficiales de uniforme verde saludan con la mano desde el furgón que ahora va pegado al micro. Sonrío de vuelta. Más allá, parecería que todos en la isla están sentados afuera de sus casas de madera. Un abuelo se mueve de atrás hacia adelante en una mecedora. Un grupo joven juega a las cartas y toma cerveza Aguila. Una mujer descalza mira televisión en su casa con la puerta abierta.
El pasatiempo principal de los isleños parece ser mirar a los turistas que desfilan frente a sus hogares en taxis, micros o en el transporte favorito de los visitantes: unos carritos de golf o Kawasaki en los que cuatro o cinco personas pueden dar la vuelta completa a la isla en dos horas.
Cuando pasamos por el centro de la ciudad aparecen enjambres de motos. Una mamá -bien peinada, jeans ajustadísimos- sostiene con una mano el volante y con la otra, a su bebe de unos seis meses mientras un chico de unos 8 años la abraza desde atrás. En otra motocicleta, un hombre, una pareja de ancianos y una niña vestida con uniforme celeste van haciendo equilibrio y sonríen.
En las veredas se ven cervecerías, locales de perros calientes, restaurantes, puestos de jugo natural de guayaba, fresa, ananá, coco, salones de pool y tiendas, cientos de tiendas.
Para darle un fomento económico a la isla, en 1953 el presidente colombiano Gustavo Rojas Pinilla la convirtió en puerto libre. Por eso aquí hay varias tiendas La Riviera, las mismas que se encuentran en los Duty Free de los aeropuertos; también decenas de perfumerías, locales enormes repletos de implementos de marcas deportivas conocidas. Cientos de turistas circulan cargados con bolsas de compras, mientras una vendedora pelea con una hoja de diario contra una libélula gigante que entró a su local.
De vuelta al verde
A lo lejos, de nuevo se ve el mar cristalino. Llego a destino. La playa Spratt Bight está quietísima y tibia. Cierro los ojos. Aún escucho el ritmo cadencioso del reggae. Ni sé qué hora es.
Rafael tiene un gorrito de lana verde, amarillo y rojo, rastas cortitas y teñidas de rubio, y tres trenzas bahianas que cuelgan de su barba candado. Va descalzo por la playa -aunque la arena quema- para vender collares hechos con piedras del mar Caribe. Avanza a paso de tortuga y menea su humanidad al compás del reggae.
«No les den más plata a los turcos que manejan la isla. Déjennosla a nosotros, los nativos», dice con voz pausada, como argumento de negociación. Rafael habla lento, cadencioso. Se mueve como flotando.
Desde luego, Rafael es rasta. Profesa la religión rastafari que nació en los barrios marginales de Jamaica en los años 30, fuma marihuana, es fanático de Bob Marley y sólo escucha reggae y soca, una de sus derivaciones. «Eso está en nuestra sangre, mi amiga. Somos lo mismo que los hermanos jamaiquinos. Amor, paz, libertad», dice.
Los isleños en su mayoría, como Rafael, parecen más jamaiquinos que colombianos. De hecho, la isla es como una versión más amable de Jamaica. O se parece a las cosas buenas que una se imagina de Jamaica; las playas son hermosas, la tranquilidad es una sensación intensa, y cada cervecería y local de artesanía en el centro de la ciudad están pintados de verde, amarillo, rojo y negro.
A pesar de que San Andrés es resultado de la inmigración inglesa, española, de los esclavos africanos y, claro, de los colombianos continentales, lo que más pesó en su identidad fue el desembarco del pirata galés Henry Morgan, que hacia el siglo XVII rondaba Jamaica y se encargó de trasladar de a poco la cultura antillana, con su religión, costumbres y música hasta este lugar.
Esa mezcla de razas le dio a San Andrés un espíritu propio: la cultura raizal, que se asemeja mucho a la jamaiquina. Paz, amor, igualdad. Y claro, lentitud.
«Acá nadie vive apurado, mi hermana. Esto es el paraíso en la Tierra -dice Raúl, sentado en la popa de su barcaza, con unos dreadlocks que le llegan a la cintura-. Tenemos bastante contacto con nuestros hermanos de Jamaica. Tú te tomas un barco y en cuatro horas estás allá.»
Son las 13.30 y Raúl -que se rebautizó a sí mismo como Freedom- ya dio por terminado el día de trabajo. Acaba de traer a un grupo de turistas a la isla después de haberlos llevado a unos islotes y piensa tomarse la tarde libre. «Voy a mi casa, mi hermana. La vida no puede ser tanto estrés, ¿cierto?», dice y mira antes de anunciar la rutina para el resto del día, que seguramente es también la rutina de muchos de sus días. «Yo me voy a dormir mi siestita. Después, al mar. Después… -dice y se lleva los dedos pulgar e índice, bien juntitos, a la boca, en señal de fumar marihuana-, que te deja bien high.»
Mientras se aleja por el pequeño muelle donde varias otras barcazas están atracadas, grita: «¡Se despide tu amigo Freedom!»
Esa noche, la versión senior de Freedom protagoniza un recital de reggae en el hotel. Delgado, con dreadlocks semicanos, el cantante entona I wanna feel high, so high, yes, i’m high, so high, one draw con voz profunda. El hombre salta por el escenario en un solo pie, junta las manos para recibir el aplauso del público y dice que nos ama a todos.
Días más tarde, lo veré nuevamente con unas bolsas repletas de verdura, arriba de su moto, sin remera y con lentes de sol. Muerto de la risa. Bien high.
Dejarse llevar
Una pila de hombres aletea al borde del camino en uno de los extremos de la isla. Tratan de llamar la atención de los turistas que se mueven en sus carritos de golf para convencerlos de que entren a visitar algunas atracciones naturales de la isla. Una de esas atracciones, explican, es el Hoyo Soplador, un géiser en la roca del que sale un chorro de mar producto de unos túneles subterráneos. Lo que suena curioso es, en realidad, un efecto que se produce sólo en ciertas temporadas y, que quede claro, no es gran cosa. Tampoco lo es la cueva del pirata Morgan, donde se supone que el personaje enterró un gran tesoro, pero los únicos que lo encuentran son los vendedores que llegan con sus collares de piedras.
Lo verdaderamente lindo es La Piscinita, una laguna natural con agua de mar, pero sin oleaje, donde se puede nadar junto a peces de colores y mirar el fondo marino mientras hace snorkel o buceo, y donde basta un pedazo de pan para quedar repentinamente rodeada de cardúmenes sorprendentes.
Las playas de San Luis y Spratt Bight -de 450 metros, agua transparente, arena blanca- son de las mejores de la isla. Y la maravilla en la que estoy sumergida ahora, a 500 metros mar adentro de esta última, es una experiencia inmejorable. Sólo escucho mi propia respiración. Abro los ojos y a través de las antiparras veo arrecifes, corales amarillentos, verdes y anaranjados. Peces negros con rayas moradas y fluorescentes pasa por mi lado. Miro nadar a unas anguilas inofensivas, langostas con antenas amarillas, peces iguales al de la película Nemo , y otros amarillos y azules que se alejan flotando.
Bajo el mar, Miguel, un bogotano parecido a Cocodrilo Dundee que se vino hace varios años para hacer excursiones de buceo y snorkel, nos toma fotos. Más tarde, bronceadísimo y sonriendo todo el tiempo, Miguel preguntará como si fuera cualquier cosa qué día es hoy.
«¿Martes? Ah, mire usted», dirá.
Al día siguiente hacemos una nueva excursión que nos lleva a dos maravillas cercanas: las islas Acuario y Johnny Cay.
Vamos en una lancha con chalecos salvavidas que parecen innecesarios: el mar es poco profundo y se ve el fondo.
Acuario sólo tiene dos negocios: en uno alquilan snorkel y zapatos para caminar por el mar que llega hasta las rodillas, y en el otro, bebidas, cervezas y coco loco, un trago servido en fruta, a base de ron y bastante fuerte. No hay más. Por eso, los turistas se dedican a lo único que queda: casi todos están en el agua, mirando con sus antiparras a los peces que nadan a centímetros de la superficie, mientras una hilera de gente camina unos cien metros por el mar hasta un islote que parece una playa virgen.
Tomamos otra vez la lancha para llegar a Johnny Cay que -dicen- es lo más lindo de la isla. Cuando arribamos, un rastafari con dreadlocks hasta la cintura tira de la cuerda de la embarcación para amarrarla al puerto. Ahora sí que esto parece una versión miniatura de Jamaica.
Entre las palmeras, todos los puestos de madera están pintados de amarillo, verde y rojo, y se escucha reggae. Los rastafaris, a ritmo lento, claro, venden pescado frito, unas langostas gigantes acompañadas con dulce arroz de coco, bebidas y coco loco. La mayoría de los turistas nada o descansa bajo sombrillas azules mirando el agua verde. Según el mapa, realmente estamos en pleno mar Caribe. A la vista, la playa es perfecta y una podría pasar el día entero sin enterarse de nadie ni de nada.
De regreso en San Andrés, esa noche vamos a comer a uno de los restaurantes más típicos de la isla: Rocky Cay. Un grupo de isleños con camisas floreadas entona vallenatos y reggae románticos, suavecitos, sentados al lado de los comensales, mientras todos engullimos un pescado con salsa de tomates y albahaca acompañado de plátano frito y arroz de coco.
La luna se ve roja en el cielo, arriba del océano. A pocos metros, el mar Caribe está quieto como una fotografía.
El principal pasatiempo de los isleños parece ser mirar a los turistas.
María Paz Cuevas
DATOS UTILES
Cómo llegar
El vuelo Bogotá-San Andrés dura sólo hora y media, y se puede hacer en Avianca o Copa.
Dónde dormir
Los mejores hoteles en San Andrés son el Mar Azul y el Aquarium, ambos en la categoría cuatro estrellas de la cadena Decameron www.decameron.com
Cómo moverse
Para dar la vuelta a la isla lo ideal es alquilar un carrito de golf o Kawasaki. Ojo: es mejor negociar fuera de los hoteles ya que los precios son más baratos.
Dónde comer
El restaurante Rocky Cay tiene platos típicos de la isla como langosta, pescado con salsa de albahaca y leche de coco. También vale la pena La Regatta, en un muelle sobre el mar.
Excursión
Para llegar a islas como Acuario y Johnny Cay -con la mejor playa de San Andrés-, las lanchas cobran alrededor de 30 dólares.