Costas italianas (3), península sorrentina
Esta es la tercera y última de mi amiga Florencia… y por si no te diste cuenta, ella refleja una característica distintiva del turista uruguayo. A diferencia de los restantes viajeros del mundo, el yorugua se relaciona. SIEMPRE.
Somos muy sociales, los argentinos nos reconocen por saludar al entrar al ascensor y si estamos lejos, ahí mismo puede nacer una amistad eterna o una relación pasajera. Viajar es conocer las cosas y también las gentes, abrirse, comparar, reírse de uno y reflexionar sobre la cuadratura del círculo o sobre la textura de las uvas. Los oriundos te miran sorprendidos de tanta franqueza y desenfado… hasta que se enteran que sos uruguayo… y algunos ya lo saben, los uruguayos somos así. Somos caraduras respetuosos (¡aunque hay cada uno!).
Por Florencia Cornú
Vos no te diste cuenta, pero ya no estoy con vistas a Riomaggiore… sino en el balcón de la habitación en Sorrento, mirando un huerto con limoneros, una montaña verde y los altos de las casas que nos rodean. En un salto de 7 horas de auto, llegamos a encontrarnos con nuestros amigos y empezar otra parte del viaje.
Al llegar, nos fuimos a caminar por Sorrento y a cenar con amigos. Al volver nos sentamos bajo un limonero a tomar vino blanco y repasar cuentos, mientras se escuchaba la música de la radio de un vecino. Ahora estoy de nuevo en el balcón. La mañana es fresca y se sienten los pájaros y vuelve a sonar la radio del vecino. Miro a un pasillo, que me recuerda al de mi tía Ana en Buenos Aires (justo hoy es su cumpleaños), con escaleritas y entrada a varias casitas. Hay tres gatos negros que juegan entre las plantas. No, hay muchos más y de todos los pelos y abajo se escucha a Marco que atiende el desayuno de los huéspedes del Hotel Angelina con simpatía y estridencia.
Salimos en auto hacia la Costiera, para visitar Positano, Amalfi y Ravello. No importa cuántas veces lo hayas visto, este paisaje es siempre sobrecogedor. Caminamos por Positano, parando en terracitas para refrescarnos y a comer pulpito en uno de los típicos restaurantes. En Amalfi, nos sentamos en la calle, en el cafe Andrea Pansa, pasticeria coloniale del 1830. Comimos unas cosas deliciosas y seguimos, empezando por la iglesia que estaba al lado, con su escalinata impresionante, su campanario y sus arcos. Adentro, la misa de un difunto, cuya procesión vimos salir y acompañar los deudos y el cajón hasta la carroza. Recorrimos las calles, paramos en las carnicerías, un termómetro fiel de los ritmos de las ciudades, nos perdimos por escalinatas y corrimos varias veces de ser embestidos por autos y motos, una constante en toda esta parte de Italia.
Son las 7 de la mañana y Sant’Agnello todavía no se ha despertado. Marco me recibe con un buon giorno susurrado para no incomodar a los huéspedes que aún duermen. En una hora, ese susurro se transformará en un saludo efusivo que puede escucharse en toda la manzana. La habitación del hotel es, dijera la amiga con la que viajamos, espartana. Pero tiene un balcón bajo la sombra de una magnolia que vale oro. La terraza, donde desayunamos todos los días, con limoneros y aire fresco es otro tesoro. Pero, sin duda, el corazón del hotel es Marco que está siempre dispuesto a ayudarte, cuando le preguntas cómo está invariablemente responde ¡sempre bene! Y ante cualquier pedido: ¡Non ti preoccupare! Así ha recibido y enfriado nuestro stock de vinos, nos ha preparado la mesa para nuestro antipasto o ha comprado cosas sensa glutine para ofrecerle a a mi amiga en el desayuno. El y Gino, que amanece y anochece aquí y de tardecita me ofrece un cigarrillo negro, le ponen magia y calidez a todo. Hemos pasado acá ya 5 noches y aunque la cama te expulsa por su dureza, bajar a desayunar y encontrarte con la alegría de este par, te hace olvidar cualquier incomodidad.
Al pasar los minutos, el pueblo empieza a despertarse. Hay un piano en el que alguien está aprendiendo a tocar Chopin. Me tiene fascinada este huerto desprolijo que tenemos al lado, lleno de limoneros y yuyos. Me cuentan unos uruguayos de Tacuarembó que se fueron ayer que esta así porque es de cuatro hermanos con líos sucesorios. ¿No te dije yo que los Grimaldi no inventaron nada? El aire de la mañana es deliciosamente fresco. Los ruidos de los platos nos van despertando, la radio del vecino, que me imagino viejo, en camiseta y apoyado en el balcón, suena de fondo con el informativo. Parece que el tránsito está trancado en la salida de Castelamare de Stabbia.
Hoy tenemos planeada una visita a algún viñedo cercano al Vesuvio. Hemos pasado unos días hermosos. Nada es como lo recordamos, excepto las explanadas y la plaza porque la cantidad de gente hace que el lugar no parezca el mismo que visitamos hace diez años. En una de esas caminatas erráticas encontramos una terraza al mar, con columnas que enmarcaban una vista cinematográfica del Vesubio. Uno siente como las formas y los colores acarician los ojos.
Voy a parar un poco con el cuento porque ya son las 9 y mis compañeros de farra duermen, pero a mi ya me picó el hambre. Me voy a desayunar y luego te sigo el cuento de los días siguientes.
Tal como lo sospechaba, no he vuelto. Ya estoy sentada en casa tratando de recordar cada detalle y sabiendo que en un par de horas comienza la vida cotidiana y ya no habrá tiempo para Marco, Gino, Ambrogio o la osada Brooke que lo dejó todo y se entregó a la aventura.
Esta parte del viaje fue distinta, más de sentir que de ver. Alquilamos un gomón durante dos días. El primer día fuimos a Capri. Ya la salida desde Sorrento es impresionante, porque se deja atrás un murallón de piedra y la ciudad construida sobre el borde, como huyendo hacia el mar. Primera parada obligada, la Gruta Azul. Cientos de botes agarrados a boyas, esperando que los barquitos a remo te hagan pasar casi acostados por una entrada pequeñita hacia un color desconocido. Para entrar y para salir, los barquitos esperan los ritmos de la marea, que a veces cubre totalmente la entrada, y se agarran de unas cadenas amuradas en la roca. El paseo dura mucho menos que la espera pero vale cada segundo. Adentro, al principio, uno combate con el barullo de los remeros cantando O Sarracino, o sarracino, y otras canciones napolitanas. Disfrutaría un poco de silencio para escuchar el ruido del agua golpeando contra la roca o los remos golpeando en el agua, pero cuando una se entrega a la experiencia, las voces de estos hombres forman parte del encanto. La luz que entra en la gruta pinta el agua de un color irreal. Fugazmente recuerdo unas cuevas subterráneas a la que fuimos hace poco en Estados Unidos a la que los herejes le han música sincronizada con luces de colores.
El paseo siguió ese día dando vuelta a la isla y al día siguiente rumbo a Positano por mar. Desde el agua, los colores se hacen más intensos, se puede apreciar las formas que dibujan las rocas y uno quisiera saber más para entender qué son esas capas, a qué erupción o sedimento se deben esas formas. Andábamos con Franco, conocedor de la zona, que nos aventuró a algunas de esas grutas, para que nadáramos en aguas esmeralda hacia playitas solitarias, en las que uno se hundía en el canto rodado. Almorzamos fondeados en una islita con los víveres que compramos en lo de Ambrogio y los vinos que Marco nos había enfriado. Si el futuro se definía en ese momento, creo que los cuatro nos quedábamos allí para siempre.
La nota de color la puso un millonario. Una de nuestras paradas fue un puertito en Capri para almorzar. Allí paran también los super yates. Al salir vimos uno del que despegaba un helicóptero. Curiosos, nos acercamos. El Faith, no solo tenía un helipuerto, en el que minutos más tarde vimos aterrizar a alguien que suponemos famoso porque estaban paparazzi alrededor, sino que hacia los costados se abría una plataforma para jugar al golf. Nos quedamos mirando y, efectivamente, había un muchacho jugando y tirando al mar pelotitas de golf amarillas, algunas de las cuales juntamos. Es que los millonarios no solo contaminan por codicia, también lo hacen por deporte.
Como te contaba, el último día, vueltos otra vez a la tierra, nos fuimos a la zona del Vesubio para una degustación en una hacienda vitivinícola: Sorrentino Vini. Tras un paseo por las viñas, donde una preciosa muchacha con rasgos típicamente italianos nos cuenta, en un inglés que recuerda a Sofía Loren, sobre la falangina, una uva típica de la zona que se llama así porque la hoja parece una mano con cinco dedos, nos habla de las diferencias de la tierra en la ladera del volcán según la altura a la que se cultive, nos explica que entre las vides se plantan tomates para contribuir a una mejor irrigación y que esa rosa que vemos al inicio de cada hilera tiene la función de cuidar las plantas. Cuando viene la peste, la rosa se sacrifica y alerta al hombre para que proteja las plantas de vid.
Almorzamos haciendo una degustación de vinos, en la que no faltó el típico lacryma Christi, platos caseros, y hasta la receta de Ángela de los morrones, todo acompañado con una vista maravillosa hacia el golfo, apenas empañada por una suave bruma. Nuestra guía nos cuenta que quiere irse a América, pero que su madre no la deja. Una vuelta por el pueblo de Boscotrecase nos hace entender que esto que nosotros vemos pintoresco y encantador, debe sentirse como un yunque sobre una piel de 20 años.
Después de unas vueltas por el Vesubio, un helado en Sorrento y un atardecer en el balcón de Sant’Agnello, pedimos a Marco recomendación para cenar comida de la zona, sin menú turístico, a dónde iría el con la familia. Tanto el como Gino no dudaron: vayan a lo de Peppino. Allá fuimos y, efectivamente, estaba lleno de lugareños y la comida era deliciosa, desde el risotto, hasta las croquetas, pasando por las berenjenas a la parmiggiana o la costillita de cerdo, sin olvidarse de los profiteroles.
El restaurante Da Peppino queda enfrente al almacén de Ambrogio, del que ya somos clientes habituales. Entramos a comprar fiambre y enseguida nos sacó charla, para contarnos que en diciembre se casó con una americana. Te imaginás mi cara al venirme venir una historia de amor de esas de película: ella entró como turista a la salumeria, a comprar el agua más decisiva de su vida, hace tres años. El, simpático y atento, le daba indicaciones y sugerencias. Ella se fue, pero volvió sola al año siguiente. La relación se mantuvo comercial hasta que un día él se animó a invitarla a una pizza.
Y ahí empezó todo: ella siguió yendo y viniendo hasta que en octubre vendió su casa, renunció a la universidad en San Diego y se mudó con el. En diciembre, se casaron. Brooke me recomienda un vino, me cuenta que en octubre vendrán a California de visita. Ambrogio tiene cara de salir poco del paese. Gino y Marco los conocen, para ellos Brooke es “ la americana”. Es que en Sant’Agnello todos se conocen. Ayer la encontré en el almacén y charlamos un rato, de la vida acá y allá, de mundos más distantes que el océano que los separa.
Debo reconocer que, la primera noche, después de dormir en la cama dura e intentar bañarme en la ducha diminuta, en la que no podía enjabonarme con el agua abierta, estaba un poco desconforme con el lugar. Pero con el primer saludo de Marco al desayuno, todo se puso en su lugar y quedarnos en este pueblo le dio la cuota de emociones que todo viaje necesita, eso que no se paga con dinero, pero que se lleva pegado al cuerpo para siempre. Es que el pueblo tiene una geografía dramática como toda la costa sorrentina, pero también tiene algo más cercano que invita a sentirse parte. No sé si son los huertos que brotan en los jardines, las campanas que suenan con constancia, los gatos que cazan pajaritos o que la gente se nos parece tanto. Una noche, en la que volvíamos caminando, nos paramos frente al monumento a los caídos en la Primera Guerra Mundial. Empezamos a leer los nombres: muchos apellidos repetidos, con las fechas de nacimiento escritas al lado, que te muestran cuantas familias perdieron varios hijos, padres y hermanos. Es que esas historias son también parte de nuestra memoria. Uno de los apellidos que se repite es el de Álvaro, y le escribo. Me dice que su abuelo era nacido en el pueblo y que el padre de su abuelo es uno de los nombres en esta lista, tallada en mármol. Y no puedo dejar de pensar cuánto tuvo su muerte que ver con que la familia terminara en Uruguay y su vida se cruzara con la de mis hijos que tuvieron un maestro inolvidable. Marco y Gino conocen también a la familia de Álvaro, famosa por la producción de aceite de oliva.
Se acerca la salida del sol y mi carroza se va a transformar en calabaza, así que no hay tiempo de contarte el día que pasamos en Roma. Fue vertiginoso, con muchísimo calor, pero íbamos movidos por el hilo de los recuerdos. Habíamos estado hace 10 años, cuando todavía vivíamos en Montevideo, cuando teníamos hijos chicos, cuando nuestro mundo era tan distinto. Y a los dos nos pasó que, más allá de recordar lo obvio, los lugares que uno podría reconocer aunque nunca hubiese estado, reconocimos las sensaciones. Para terminar, cenamos en el Trastevere con amigos con los que coincidimos fortuitamente una noche en Roma, comida deliciosa y charla amena, que le puso el broche de oro a un viaje inolvidable.