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De paseo con la Negra, Valle de Jerte

 

Juan Manuel Beltrán monta nuevamente su moto. Es primavera y nos lleva al Valle de Jerte, como para demostrarnos que Madrid no es solo la Gran vía y los circuitos turísticos convencionales.

 No señor, en una moto o con un turismo alquilado, en nuestro caso con un mate recién ensillado y en el de Juan Manuel seguramente con un manchego trajinando en su bota, quien tenga abiertos los sentidos puede disfrutar de paisajes, aromas y reflexiones. Son los caminos abiertos que siempre nos sugiere nuestro Nando Parrado, miembro de una estirpe a la que también pertenece nuestro amigo español. Viajar sin apuro, disfrutar de la vida antes que la vida nos disfrute a nosotros.

Si alguien pertenece a la previsora clase de los que planifican sus viajes con tiempo, eligiendo los momentos, itinerarios y visitas, hoy tiene la oportunidad de empezar a trabajar con un año de antelación para disfrutar de una ruta que abarca conquistadores – forma civilizada de llamar a los que salieron huyendo del hambre y la miseria para buscarse la vida en otras tierras – flores, místicos enfebrecidos por la tisis de los heladores páramos de Ávila hasta llegar al panteón de los reyes y emperadores españoles de El Escorial.

Esta ruta, tan larga o corta como se quiera, da para cumplir con bien sus cuatro días, si bien es posible adaptarla a los modernos itinerarios de moderno tour operador -si hoy es jueves, esto es Bélgica- y apretarla en dos días justitos.

Por si alguien quiere anticipar sensanciones  y críticas, la propuesta nos lleva de Madrid a Trujillo, Plasencia, Ávila y el Escorial, con una etapa dedicada a los cerezos en flor del Valle del Jerte, paraje al que va dedicada la primera entrega de las tres que constituyen esta trilogía.

 Valle del Jerte
 
A los pies de las cumbres de Gredos se abre un valle de los que nos recuerdan a los dibujos de los libros escolares de geografía: la típica forma de V, con su río en el vértice y las laderas de las montañas bajando escarpadas hasta conseguir beber las aguas del río. Este valle, protegido de los grandes fríos y de los grandes calores; con el agua y la temperatura justas para producir el milagro anual de la vida y de la tierra, se desmaya desde el Puerto de Tornavacas; barrera que deslinda dos mundos separados por los hielos, los fríos, los páramos y la dureza de la meseta norte y las tierras salmantinas de las fértiles veras del Tiétar, del Jerte y de otros que riegan la parte sur de esas dehesas extremeñas.

El valle del Jerte obliga a que la carretera que desciende del puerto se retuerza y se encajone entre las terrazas robadas a las pendientes y laderas del terreno. En esas terrazas, sostenidas por muros secos de cantos rodados, los campesinos del valle han cultivado, durante siglos, los hermosos cerezos que atraen – nos atraen – oleadas de turistas que atascan el asfalto en los fines de semana comprendidos en el corto periodo de floración de estos árboles preciosos.

 
Hoy, tras varios intentos fallidos, me he montado en la moto y me he dejado sorprender por el sol que llegaba entre las flores mientras el olor de los ramos se imponía a los efluvios de los tubos de escape. El valle es una zona especial; una tierra de las que consagran la idea de que, a veces, sólo a veces, el hombre tiene la suerte de habitar los raros parajes que parecen creados para su disfrute. Luego llega el hombre y consigue que esos paraísos queden convertidos en una cochambre; lo cual me hace proponer una nueva teoría para la génesis del mito del paraíso perdido, presente en tantas culturas, pero esa es otra historia.

Toda la contemplación del paisaje nos lleva al extremo de la belleza, casi al Síndrome de Stendhal pero, por fortuna, el turismo se encarga de poner el adecuado contrapunto al arrebato estético: atascos, coches tirados por las cunetas, bares atestados y las consecuencias derivadas de las ganas que todos tenemos de contemplar las cosas bellas, de forma que se aconseja no acercarse durante el fin de semana. Aprovechen ustedes su condición de turistas y déjense caer por ese paraíso un miércoles o un jueves, que vale la pena.

Si se ha dormido en Plasencia, estratégicamente colocada al final del valle, es fundamental que toquemos diana sin dejarnos vencer por la tentación de las sábanas, que el amanecer del valle en plena floración será algo que os alegrará la vida.

Como no sólo los japoneses usan la tecnología para dar información sobre la floración de los cerezos, el que quiera puede visitar la página http://www.turismovalledeljerte.com/ y calcular adecuadamente el día en el que quedarse sin respiración.

Mi consejo es que huyamos de los convencionalismos del turisteo de compras (nos venden de todo, incluidos cerezos en macetas) y que nos vayamos bajando del coche cada poco y perdernos por los alrededores de la carretera: los huertos se abren a nuestros ojos, los coches desaparecen y desde esas lindes veremos las cumbres nevadas, el trabajo de siglos en los bancales y podremos hablar con los que cuidan ese tesoro de belleza a la espera de que, tras 45 días de maduración calmada, uno de los mejores frutos que se pueden comer, nos lleve a la boca todo el sol del valle y la frescura de sus ríos.

Dónde quedarse y con qué deleitarse

Me recuerda mi querido maestro y editor que no se puede mandar a los viajeros a la aventura sin ofrecer un sitio donde guarecerse y otro donde hacer honor a las viandas locales, así que me pongo a ello y trato de corregir mi imperdonable olvido lo antes posible. Tampoco nos podemos olvidar que estamos trabajando la planificación con un  año de plazo, lo cual da respiro para un trabajo más elaborado que llegará como estrambote hipercalórico de esta trilogía.
La provincia de Cáceres nos ofrece la posibilidad de descansar sintiendo la historia muy cerca de los huesos, alojados en antiguos monumentos reconvertidos en los famosos Paradores Nacionales de Turismo, invento del turismo delos 60 que ha sobrevivido en la parte física y languidecido en la culinaria. Las piedras, extraordinarias, y el Parador de Plasencia nos ofrece la recuperación de un convento precioso, pero las mesas no hay que tocarlas, avisados quedan.
En Plasencia dejaros llevar por los bares y mesones; restaurantes dedicados a dar de comer los platos de toda la vida y un perpetuo homenaje al cerdo ibérico, verdadero regalo de la naturaleza del que el español dice que «del cerdo todo, hasta los andares».
En el Restaurante Español, en plena plaza Mayor, se puede disfrutar de la Sinfonía de ensalada con crujientes, un revuelto de patatas panaderas con huevos fritos muy interesante y las diferentes partes y preparaciones del cerdo: el guiso de carrillada (muy bueno), la presa, el secreto y las eternas patatas fritas.
No es caro, lo preparan bien y nos dejará buen recuerdo, seguro.
Si el viajero enlaza con El Barco de Ávila en la misma etapa, también puede recalar en El Parador de Gredos, construcción moderna enclavada en un paisaje maravilloso y perderse por el pueblo a buscar un plato de los famosos judiones de El Barco, pero eso merece un monográfico más pausado digno de la alcurnia del manjar. Seguiremos informando.