Ana María y yo, sobrevivientes la Segunda Guerra Mundial
Ana María y yo, sobrevivientes la Segunda Guerra Mundial
Se me hubiera borrado todo de la memoria a no ser por el desafío de Ana María Barilari: “Guillermo me gustaría que rememoraras e investigaras cuando en nuestra niñez pasábamos los tiempos de la guerra y hacíamos ejercicios por ataques aéreos nocturnos con focos y alarmas en 18 de Julio. ¿Te tocó eso?. No, Anita, no me tocó…
Mi Escuela No. 50 estaba en Colón, los nazis tenían que estar todavía más dementes, para bombardear mis aledaños, donde Colón no era un barrio sino una Villa, donde lo más grave que te podía ocurrir era que te cayera un coquito de eucaliptus en la cabeza. Pero sí, oí hablar de esos simulacros y uno miraba con desconfianza las avionetas que venían del aeropuerto de melilla, desconfiando que te tiraran una bomba arriba de la boina. Porque en ese entonces, nadie andaba con la cabeza descubierta… de lo contrario te daba un pasmo y tosías más que aquél perro de una tía que tenía una horrible tos y se la curaban con aceite alcanforado.
Hablo de la generación que en 1945 tenía entre 8 y 12 años… quedamos pocos. Mi pobre padre contrajo tuberculosis cuando yo tenía 8 años y murió cuando tenía 9, porque aunque la penicilina ya se había inventado, la guardaban para la guerra, la vida de mi padre no era un objetivo estratégico. Durante su enfermedad, a mí me mandaron a la casa de unas tías. Iba a la Escuela República del Paraguay, en Rivera y Julio César, donde la principal preocupación no eran los nazis de la Lista Negra, ni la ocupación alemana de la Represa del Rincón del Bonete, ni el horriblemente injusto boicot al Oro del Rhin, sino el cambio de mano.
Ahí sí hacíamos simulacros tomados de la mano y todos mirando hacia la izquierda para cruzar la calle… porque los autos venían desde la derecha a la vertiginosa velocidad de 50 kilómetros por hora, ¡asesinos! Si venían en subida, por el otro lado de la calzada, dejaban una nube de humo irrespirable, porque los carburadores eran una caca, porque la nafta (cuando la había) era otra caca y porque todavía había algunos autos a gasógeno.
Ahí en una ventana del tercer piso de Francisco Muñoz 3330, estaba yo, mis lápices y un surtido inagotable de hojas que me daban mis angelicales tías con la ilusión de que yo no saldría a la calle a pasar frío. Dibujaba bastante bien y los amigos de la cuadra me pedían dibujos de aviones. ¡Un Curtis norteamericano!”, pedía Néstor que terminó aviador. “¡Un spitfire inglés!”, reclamaba Juancito, el de la panadería, que emigró a Australia. Para variar, me pedían algún Stuka o Messermicht nazi, así como un Mitsubishi japonés. Yo me los sabía casi todos. No me especializaba ni en tanques ni en acorazados o destructores. Lo mío era etéreo. Dibujaba y la hojita volaba por el aire hasta las manos de los amigos.
Pero simulacros de bombardeo, oscurecimientos o algo parecido… no recuerdo. Lo que sí recuerdo, todavía con indignación, era los judíos del barrio, tratando de pasar desapercibidos con un temor a la cobardía racista que había viajado miles de kilómetros para instalarse a mi alrededor, junto con los emigrantes de todas las nacionalidades europeas. Todavía me cala el corazón, un matrimonio de judíos viejos con la ropa raída, ofreciendo en Colón el afinado del piano que había logrado salvar mi madre de la debacle de su viudez. El que afinaba era el hijo, delgado como un alambre, tambaleante como un metrónomo, con el terror todavía vigente en su rostro. No te miraba a los ojos, a pesar de que yo era un niño. Le alcancé un refuerzo que me mandó mi madre y cuando le toqué un hombro, tembló como una hoja.
Así que, querida Anita, simulacros de bombardeo no viví en mi entorno… pero esa guerra la viví de cerca. Había que ser muy desalmado para no sentirla en tu alrededor. Lamento que mi padre no pudiera disfrutar de final de esa guerra y del triunfo de sus adorados Aliados.