Akasaka, lo inesperado
Lo bueno sería tomar lo mejor de cada cultura y descartar lo peor. Porque los japoneses no son mejores ni peores que nosotros, pero algunas de sus cosas son absolutamente imitables.
Difícilmente pueda uno imaginar un barrio tan moderno y al mismo tiempo tan tradicional como Akasaka, donde estuve alojado en el asombroso hotel New Otani, por gentileza del gobierno de Japón. Lo edificó un enriquecido campeón de Sumo en un predio que perteneció a los jardines imperiales; porque Otani sería gordísimo y luchador… pero también era ahorrativo y supo invertir bien durante la Segunda Guerra Mundial.
Fue hace muchos años, pero el hotel ya se había ampliado y tenía varias torres muy lujosas, unidas por una carísima galería comercial rodeada por un jardín japonés difícil de imaginar en pleno Tokio, por lo vasto, por lo perfecto y por el arroyito cristalino que por allí discurre para despeñarse en una cascada cantarina. Nada parece haber cambiado allí… era imposible mejorar ese jardín. Antes del desayuno, un paseíto me despejaba del insomnio luego de ver cómo al jardinero lo seguían las carpas aflorando en el arroyo, como si fueran mascotas domésticas. “Aquella es mi amiga; llegó conmigo al hotel hace 40 años”, me confió.
Akasaka, el vértigo y el remanso, según lo que desees.
La cuestión es que entre Tokio y Montevideo hay una diferencia de 12 horas. Cuando allá es medianoche, en mi ciudad natal es mediodía; así que me era imposible conciliar el sueño debido al jetlag. Cuando la encantadora guía me dejaba de regreso, yo no volvía a la habitación sino que salía a pasear. Caminar de madrugada por Tokio es más seguro que ninguna otra cosa en todo el mundo… lo que no quiere decir que los tokiotas sean todos unos santurrones.
Trepando Akasaka hacia la cumbre de la colina, uno se encuentra con varias casas de geishas. No hubiera descubierto la función de esas casas tradicionales de madera, si no fuera porque cada tanto una limosina estacionaba en la puerta y desde adentro salían a los tumbos algunos japoneses totalmente borrachos, empujados amablemente por hermosas geishas que luego le indicaban al chofer dónde debía dejar a cada uno.
Pero no es ese mágico ambiente noctámbulo el fin sino el preámbulo de la anécdota que les quiero contar. Ya de regreso al hotel, me sorprendía el canto de gallos madrugadores. Era un cacofónico e inesperado concierto ¿cómo podía haber gallineros en Tokio donde el metro cuadrado de terreno es el más caro del mundo? A la hora del desayuno le pregunté a la intérprete; y me explicó. “No son aves reales, son relojes despertadores: está de moda un cacareo en lugar de una campanilla”.
Akasaka… me enamoré de este barrio
Claro, no hay espacio para perros ni gatos en Tokio, no hay ardillas, ni siquiera hay hormigas. Las aves urbanas anidan en los tejados… sin embargo los tokiotas tienen gallinas de verdad. Me lo aseguró la simpática Yoko. “Nosotros tenemos una y nos damos el gusto de comer huevos caseros”… naturalmente, pedí una explicación. “No la tenemos en casa; una empresa la cuida y nos envía semanalmente sus huevos. Si quisiéramos la iríamos a visitar”, me aclaró con una inmensa y confiada sonrisa.
Ustedes pensarán como yo, que no hay forma de distinguir entre uno y otro huevo habiendo miles de ellos y que sería poco menos que inimaginable que una empresa occidental le devuelva a una familia japonesa otra cosa que cualquier huevo, en lugar del legítimo huevo de su gallina. Pero uno piensa eso porque no es un tokiota, un tokiota consumidor y un tokiota empresario. Muchas cosas vi en Japón que me permiten asegurar que mi amiga Yoko comía efectivamente los huevos de “su” gallina y no otros.
“También tenemos un árbol”, agregó, muy orgullosa. “Es un SUGI enorme de grande”, me dijo haciendo un gesto ampuloso. El sugi es una conífera japonesa que puede medir hasta 40 metros de altura. “No sabía que tenías jardín”, le contesté. “Noooo, me respondió, tenemos un apartamentito de 30 tatamis, unos 50 metros cuadrados. El tatami, es la estera tradicional con que todavía muchos cubren los pisos de sus viviendas, pero también la unidad de medida inmobiliaria) El árbol lo cultiva otra empresa; tiene una chapita de bronce con nuestro nombre y algún domingo vamos con mi esposo y mi niño, a tomar el té y una merienda a su sombra. Con nuestro arrendamiento crece muy saludablemente”.
¿Cómo lograrán educarlos así? Y si les mirás las sonrisas, te das cuenta de que no lo logran a sopapo limpio. Hay que hacer una gran fogata con nuestros libros de pedagogía.
Por eso te digo, en cualquier ciudad, pero en Tokio muy especialmente, lo inesperado te aguarda a cada paso. Siempre que tengas viva la curiosidad… porque si la perdiste en el trajín de una vida tonta, mejor no viajes, quizás ni estás vivo.
Guillermo Pérez Rossel
Con fotos de la folletería oficial de turismo