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Los obstinados suizos

Ese fue el acertado título de un artículo conemomorando los 150 de la fundación de Nueva Helvecia.

Suizos y piamonteses se hicieron cargo de  una región del departamento de Colonia que hoy es célebre por su producción y por la calidad de vida de sus vecinos. Si uno los escucha, parece que tuvieran alguna desavenencia, pero la realidad indica todo lo contrario, lo natural entre gente que trabaja y gente que construye un país para sus hijos. El aniversario es de los suizos, pero la historia de esa zona es inseparable.

Acá va el artículo que Miguel Arregui escribió para nuestra matriz, El País impreso.

Hace 150 años un puñado de inmigrantes practicó la agricultura bajo la mirada incrédula y burlona de los criollos. Eran herejes en medio de una civilización ecuestre y ganadera

 

MIGUEL ARREGUI

El 25 de abril la ciudad de Nueva Helvecia festeja los 150 años de su fundación por colonos que provenían de Suiza. Contribuyeron a introducir la agricultura, la ganadería lechera y la innovación tecnológica en un Estado nuevo en perpetua guerra civil.

El monumento «El Surco», o A Los Fundadores, y no el acostumbrado de José Artigas, es el objeto central de Nueva Helvecia, ciudad de 12.000 habitantes que se distingue por su prosperidad, prolijidad y el tozudo mantenimiento de algunas costumbres suizas que trajeron consigo hace siglo y medio los primeros colonos. Dos hombres rústicos, de rasgos germánicos, desnudos desde la cintura hacia arriba, tiran de un arado. La pieza fue diseñada en 1936 por el italiano Arístides Bassi e inaugurada en 1944. ¿Por qué tiran de un arado dos hombres en el país de los caballos abundantes y sin dueños, como era Uruguay en la década de 1860? Parece un tanto bestial, además de irreal.

Para la mayoría de los pobladores el monumento representa el esfuerzo, la heroicidad de un puñado de colonizadores que debieron desbrozar terreno en un país semisalvaje, ararlo, sembrarlo y cosechar bajo la mirada entre incrédula y burlona de los criollos, hijos de una displicente civilización ganadera. Los primeros colonos se caracterizaron por su firmeza de propósitos y la comunión con la tierra y sus frutos. No abdicaron de sus convicciones pese a la facilidad para alimentarse que significaba la ganadería, pues entonces el hambre era cosa desconocida en el rudo Estado oriental, que no tenía más que tres décadas de vida.

 

BLANCA, ROJA, CORDIAL. En Nueva Helvecia -y en Colonia Suiza, como se denomina su entorno rural- ciertas costumbres y mitos helvéticos pueden ser más fuertes que en la propia Suiza, como quien queda colgado en el vacío. Los descendientes de emigrados conservan cosas que su patria originaria no. Por ejemplo, el fervor y la forma con que festejan el 1º de agosto, fecha de la independencia de la Confederación. «No hay que vivir con tanta historia, también importan el presente y el futuro», sugirió Ruth Dreiffus, quien fue consejera federal (integrante del Poder Ejecutivo colegiado) de la Confederación Helvética y los visitó en 2007.

Nueva Helvecia es blanca y roja, como la bandera de Suiza, limpia y cordial, lo que es fácil si se la compara con Montevideo, nauseabunda y agresiva, pero lo es incluso para los buenos estándares del Interior uruguayo. No hay asentamientos precarios de población ni rancheríos; hay pobreza pero difícilmente miseria material. No se ven personas mendigando ni durmiendo en calles y plazas. Como en casi todo el Interior, las casas, casi sin rejas, permanecen abiertas. Pero tal vez más llamativo para el extraño sea el orgullo local, sentimiento que se exacerba ahora, cuando la ciudad festeja sus 150 años.

Los colonos suizos arribaron a una zona despoblada del Este del departamento de Colonia en tres etapas, resume Pablo Lecor (27), un profesor de Historia habituado a las bromas sobre su apellido, el mismo del gobernador militar luso-brasileño de la Provincia Oriental o Cisplatina a partir de la invasión de 1816. Los colonos eran guiados por líderes civiles y religiosos calvinistas y luteranos, y una familia llamaba a otra mediante cartas cargadas de esperanzas. Provenían de cantones suizos de habla alemana, francesa e italiana, corridos por la escasez o el hambre y atraídos por buenas tierras a bajo precio. Las primeras familias, unas 40, embarcaron en 1861 en el puerto de Le Havre, Francia, viajaron a vela 47 días hasta Montevideo y luego, en buques de cabotaje, remontaron el Plata y el río Rosario y arribaron entre octubre y noviembre a las cercanías de las colonias valdenses, otros protestantes instaladas pocos años antes. El grupo mayoritario, unas 100 familias, llegó en 1862, y la tercera y última oleada se registró entre 1880 y 1883.

 

Comenzaron a acriollarse cuando, tras la reforma escolar de José Pedro Varela, aceptaron la imposición del idioma castellano en sus escuelas, en las que hasta entonces el primer maestro, Elías Huber, enseñaba en alemán y francés.

Las comunidades, que a veces rivalizaban entre sí pues arrastraban las querellas sectarias europeas, sentaron una sólida colaboración a través de algunos líderes religiosos y civiles como el alemán Arnoldo Richter, el patriarca valdense Daniel Armand Ugón, quien en 1888 creó en Colonia Valdense el primer liceo del Interior del país, y el suizo Federico Gilomen, explica Nelson Barreto Bratschi (66), asesor del Municipio local.

CUESTIONES DE ESTIRPE. Los descendientes de los colonos cultivaron cierto fetichismo por los apellidos: si son de ascendencia suiza, pues mucho mejor, aunque sea el cuarto apellido. «Las madres deseaban para sus hijas un marido descendiente de suizos», admite Raquel Fabregat (45), una gestora que conoce a la perfección la cultura de los lugareños. Nelson Barreto lo confirma. «Era común que los paisanos de estirpe suiza le dijeran a sus hijos o amigos: `Qué te vas a casar con un piamontés (valdense)`; pero eso ahora ocurre cada vez menos». Y ello pese a que la enorme mayoría de los migrantes suizo-alemanes llegados en la segunda mitad del siglo XIX al Estado oriental, el trasero del mundo, eran como todos los migrantes: laboriosos, pero a menudo también muertos de hambre, charlatanes, aventureros, crédulos o prófugos. De hecho, a un viajero de Nueva Helvecia que visitó hace algún tiempo a autoridades de Subingen, Suiza, le agradecieron, en tren de broma, el despacho hacia América siglo y medio atrás de algunos delincuentes que aliviaron la carga de la comuna y el cantón.

El prurito racial llevó a que, con naturalidad, muchos descendientes de suizo-alemanes simpatizaran con los nazis tras la llegada de Adolf Hitler al poder en 1933, así como buena parte de la colonia italiana en Uruguay respaldó a Benito Mussolini a partir de 1922, o los gallegos a Francisco Franco desde 1936. Al fin de cuentas todos prometían resurgimiento y grandeza. Ese sentido de orgullo y pertenencia a la colectividad de sus ancestros no es muy distinto al cultivado, cada cual a su manera, por otros sectores de la sociedad uruguaya: vascos, catalanes, judíos, ingleses, escoceses.

AGRICULTURA Y ALDEAS. Los suizos venidos a Uruguay, aunque fuesen hambrientos sin alcurnia, trajeron consigo un tesoro esencial: la agricultura, que pacifica, y la cultura del trabajo. Era precisamente lo que deseaban quienes financiaron su venida: los 36 accionistas de la Compañía Agrícola del Rosario Oriental, liderada por Doroteo García, que se había creado en 1857 tras comprar 4.000 cuadras, equivalentes a más de 2.500 hectáreas, al abogado, político y periodista José Pedro Ramírez (1836-1913).

Doroteo García (1807-1885), hijo de un gallego y blanco de Manuel Oribe, fue ganadero, pionero de la forestación y la apicultura y ministro de Hacienda de Gabriel Pereyra a partir de 1856. También fomentó el arribo de europeos agricultores en un intento de «civilizar» a un país de cultura ganadera, ecuestre y beligerante.

Las tierras que la Compañía Agrícola del Rosario Oriental vendió en pequeñas fracciones a colonos suizos, valdenses, franceses, austríacos e italianos estaban ubicadas en el antiguo Rincón del Rey, una zona delimitada por el río Rosario, el arroyo Cufré y el Río de la Plata. En la región también había explotaciones agropecuarias de las familias Oribe y Ramírez y de empresarios ingleses que desde 1839 se empecinaban en criar delicadas ovejas merino, contra toda lógica y pese a los desastres de la interminable Guerra Grande (1839-1851).

Los valdenses son una corriente religiosa fundada en Francia en el siglo XII por Pierre Valdo, quien realizó una interpretación de la Biblia que las autoridades de la Iglesia Católica rechazaron. El Concilio de Verona (1184) incluyó a los valdenses entre los movimientos condenados y en 1190 el obispo de Narbona pronunció contra ellos la condena de herejía. Fueron perseguidos y se refugiaron en el Piamonte italiano. A mediados del siglo XIX las penurias económicas llevaron a un grupo de valdenses a emigrar a Uruguay. Primero se radicaron cerca de Florida, de donde fueron corridos por los curas y la comunidad católica. En 1858 fueron acogidos con mucho gusto por la Sociedad Agrícola del Rosario y se especializaron en la producción hortifrutícola y lechera intensivas.

La agricultura y la ganadería lechera gestan aldeas, porque las familias se unen para producir más y mejor y para comerciar lo elaborado, en particular granos, harinas y quesos. El poblado dominante en la zona era Rosario del Colla, actual ciudad de Rosario, que había sido fundada en 1775 y que a fines del siglo XIX era el principal polo comercial e industrial del departamento, con varios hoteles y fondas e industria molinera, herrerías y fábrica de carruajes. Los piamonteses crearon La Paz y Colonia Valdense, y contribuyeron a gestar otros centros poblados, como Ombúes de Lavalle, Cañada Nieto, Chico Torino, Colonia Cosmopolita. Los suizos, mientras tanto, aunque se dividieron entre católicos y protestantes, dieron lugar a Nueva Helvecia. Se mezclaron y se acriollaron, en tanto los criollos adoptaron parte de la cultura helvética.

RAROS PERO NO TONTOS. La agricultura implica trabajo intensivo e innovación. Federico Fischer importó para la colonia en 1864 la primera trilladora a vapor, que estuvo operativa en 1868, detalla Belkis Tourn (72), una erudita en cuestiones locales que fundó y dirige el coqueto Museo y Archivo Regional, instalado en la casa construida en 1879 por unos de los «fundadores», Piquerez Bilat, nativo de Berna. Esa trilladora era un enorme aparato, cruza de locomotora con granero, que no iba hacia el trigo, pues no se desplazaba, sino que el trigo segado debía ser introducido en su tolva para separar la paja del grano. Fue todo un acontecimiento que representó la piedra angular de la modernidad en Uruguay, junto al primer ferrocarril, que corrió también en 1868 entre las afueras de Montevideo y La Paz, en Canelones.

Los pequeños enclaves de piamonteses y suizos eran despreciados por estancieros y gauchos, porque en toda civilización de grandes espacios abiertos el ganadero despreció al agricultor. Un piamontés, en carta a su familia, habló maravillas sobre estas tierras aunque lamentó las permanentes guerras civiles. Sin embargo son respetuosos con los extranjeros, añadió; «los únicos que corren riesgos (con los conflictos) son los caballos», que eran robados sin contemplaciones como herramienta de guerra fundamental.

Los suizos escribían cosas similares a sus familiares y los instaban a seguir sus pasos: la región era un paraíso, abundaban la tierra fértil, la leña, el agua y el ganado vacuno y equino. No existía persecución digna de destaque por motivos religiosos y se respetaba a los extranjeros -aunque no tanto a sus caballos-. En suma, «quien no hace riqueza aquí no la hará en ninguna parte». Solo debían traer consigo herramientas hogareñas y agrícolas, y semillas, pues en la región eran escasas o inexistentes.

Algún gringo confundido trajo relojes suizos para su venta pero no tuvo mucho éxito entre el gauchaje, a quien le bastaba guiarse por el sol. Pero también plantaron cebada, produjeron cerveza, la embotellaron en soberbios porrones importados de Glasgow y la vendieron en la región. Crearon su propio dinero: bonos con una sola cara impresa que eran aceptados en la comunidad e incluso en Rosario del Colla.

No eran palomas. Tributarios del sistema militar obligatorio de su patria, que hasta hoy arma a casi todos los ciudadanos, importaron rifles Vetterli, y luego Mauser, y crearon el club Tiro Suizo en 1874. Algunos valdenses, llegados durante el gobierno de Bernardo P. Berro, se inclinaron hacia el Partido Blanco. Pero el grueso de la comunidad, liderada por el pastor Daniel Armand Ugón, mantuvo fluidos vínculos con los gobiernos del Militarismo (1875-1890) y del Partido Colorado. Algo similar ocurrió con los suizos. El patriarca Federico Gilomen reclutó entre los colonos suizos y valdenses una fuerza armada que se integró a la Guardia Nacional de Colonia, al servicio del gobierno de José Batlle y Ordóñez, durante la guerra civil de 1904. Sin embargo, andando el siglo, la zona de Nueva Helvecia se decantó decididamente por el Partido Nacional.

LA NOBLEZA DEL TRABAJO. «Es una sociedad muy organizada, que siempre responde cuando se la llama para trabajar», asegura María de Lima (39), alcaldesa de Nueva Helvecia por el Partido Nacional, quien parece tan activa como un huracán. «La Casa de la Cultura, el cine (que fue comprado por suscripción popular en 1998), la biblioteca, entre otras instituciones, no son públicas, sino de la comunidad, que las sostiene con su dinero y las administra mediante comisiones».

De Lima se crió entre Salto y Pepe Núñez. Con 19 años se instaló en Nueva Helvecia para estudiar en la Escuela de Lechería, tuvo poderosos motivos para radicarse al contraer matrimonio con un productor de la colonia y se hizo conocer por su trabajo social junto a las mujeres rurales. «Es una sociedad típica de Uruguay pero con una comunidad particularmente fuerte», dice.

Alvano Lacoste (38), director de la Escuela Técnica de Nueva Helvecia, afirma que la comunidad se sostiene en torno a una «cultura del trabajo, más allá del hecho económico; porque para formar parte de la colonia suiza era preciso compartir la dignificación mediante el trabajo».

Los hoteles de la «fondue» y del turismo rural

El Hotel Suizo es tan añejo que, cuando en 1911 se inauguró el servicio telefónico en Nueva Helvecia, su aparato recibió el número dos: el uno pertenecía a la central instalada por Emilio Haberli.

Muy temprano algunos inmigrantes suizos habían asumido que su colonia estaba a mitad de camino entre Buenos Aires y Montevideo y resolvieron instalar hoteles y fondas de buen nivel para viajeros con ciertas pretensiones.

La historia de la hotelería en Uruguay comenzó en 1858 cuando se inauguró en Montevideo el Hotel Pyramides, que en 1867 cambió su nombre a Hotel Cosmopolita y en 1874 pasó a llamarse Gran Hotel Pyramides. El segundo de la capital fue el Hotel Oriental, que abrió en 1865.

El Hotel Nueva Helvecia fue creado en 1868 por Pelegrino Helbling para acoger a turistas europeos, montevideanos y porteños, que preferían los ambientes rurales para descanso y recreo pues entonces no existía el turismo de playa.

Le siguió el Hotel Suizo, un caserón abierto en 1872 por Federico Fischer, en una zona de chacras y a unos kilómetros de Nueva Helvecia, que entonces era un caserío pequeño desprovisto de árboles crecidos. Hoy, 140 años después, Hans-Ruedi Bortis, embajador de Suiza en Uruguay, ha hecho del Hotel Suizo su segunda casa. Alberto Reisch creó el Hotel del Prado en 1897-1898 y le siguieron otros. El Hotel Nirvana, el más grande y lujoso del pago, se construyó recién entre 1941 y 1943, cuando la apertura de la ruta 1 facilitó las comunicaciones entre Buenos Aires, Colonia y Montevideo. Allí se sugiere cenar fondue de quesos locales y según receta original.