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Salto de Angel, El Mundo Perdido

Así «de» y no «del» Angel, ya verán por qué. Graziella Otero prefirió el camino difícil y apasionante de integrarse a los indígenas que cuidan este tesoro hace 9.000 años.

Primero aclaremos que Graziella Otero es una atenta lectora y hace algún tiempo tuvo la gentileza de enviarnos este estupendo artículo. Otros lectores piden información sobre el Salto de Angel; seguro que disfrutarán este relato que publicamos textualmente.

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En esas tierras donde parece alentar todavía la Creación del Mundo, situó el escritor Arturo Conan Doyle (creador del detective Sherlock Holmes), en 1912, el escenario de su novela «El Mundo Perdido».
Pasamos unos días inolvidables en el centro de la Gran Sabana venezolana y vivimos una experiencia que no tiene desperdicio y merece ser compartida. Tuvimos la impresión de retroceder en el tiempo a la época en que los descubridores creyeron hallarse en el Paraíso.

Para algunos resultará extraña nuestra ocurrencia de introducirnos en medio de la selva virgen, para nosotros felizmente poco explotada por las agencias de viajes, aunque, para  nuestro asombro, visitada por europeos con espíritu aventurero, ávidos de paisajes salvajes de los que carecen hace tiempo en sus tierras. Conocíamos por fotos y algún documental de «National Geographic», una de las maravillas del mundo que es el Salto de Angel, caída de agua de casi mil metros de altura, la más alta de la Tierra, que, precisamente, se encuentra en esa región y queríamos gozar de ese impacto visual. Pero, antes de intentar describirlo, hay mucho interesante que contar del viaje, como lo que aprendimos acerca de los indios pemones.

Los pemones. La región venezolana fue llamada Gran Sabana recién en 1930. Los indios, llamados PEMONES, que conocimos, que nos sirvieron de guía, con quienes compartimos comidas y nos brindaron hospitalidad, llaman a la Gran Sabana: «Wek-tá», que significa en su lengua  «lugar de cerros».
Los pemones se establecieron en la zona hace aproximadamente 9.000 años, por el noveno o décimo milenio antes de Cristo. Eran y son pequeñas comunidades de cazadores-recolectores, sobre los cuales poco se sabe. En aquellas lejanísimas épocas cazarían mastodontes, roedores, monos y jaguares. Más tarde cultivaron la yuca (árbol de cuya raíz probamos en varias formas) y posiblemente el maíz, los que continúan siendo la base principal de su alimentación.

Nosanpare ite tope; kamon – kapui namai». En lengua de los indígenas de la región, quiere decir «para que perdure y no se olvide», es la forma como los pemones comienzan sus relatos de costumbres que transmiten de padres a hijos. .
Igual que ellos, el historiador griego Herodoto (siglo V a.C.) dijo: «que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres». Ya  vemos como coinciden las intenciones de los fundadores de nuestra cultura occidental con las de los primitivos habitantes de nuestra América.

Pemones son la mayoría de los indígenas de la Gran Sabana. En la actualidad se ha calculado que su población redondea las 11.500 personas. Como los sufijos: «koto», «goto», «kon», «pon», «kok», significan en lengua pemona: «habitantes de…» sus tribus se llaman: ipurugotos, cucuicotos y kukuikok, como subgrupos. Después del descubrimiento, los misioneros capuchinos fueron los primeros en evangelizarlos (los catalanes en 1680) comenzando en el  sur del río Orinoco.
Ya en 1740 había 11 pueblos colonizados, con cerca de 3.000 indígenas convertidos al cristianismo. La mayoría en ambivalencia con su propia religión.

Acosados se aíslan. Las guerras de independencia acabaron con las misiones. En 1810, las del río Caroní contaban con 19.000 almas que en 1817 iban disminuyendo con rapidez, quedando la Gran Sabana totalmente aislada. Las razzias que padecieron los indios provocaron que los pemones se concentraran en el interior profundo de la Sabana. Su aislamiento les evitaba estar en el centro de las contiendas que enfrentaban a los imperios español y portugués con otras potencias europeas con pretensiones de conquistas en América: ingleses (Raleigh y Keymis en el Orinoco); franceses y holandeses (en las costas de Guayana).

Aunque, como dijimos, fueron evangelizados, su propia religión se mezcló con la cristiana. Como muchas religiones primitivas, ellos habían personificado a las fuerzas naturales con seres invisibles y reflejaron así sus temores reales o imaginados ante lo desconocido.
Mabaricó – es el dios dueño de los cielos.
Canaima – es el espíritu del mal, equivalente al Diablo.
Awoineripue – bestia de hábitos nocturnos, que se alimenta de cadáveres.
Aramaris – seres fabulosos, mitad serpiente y mitad hombre.
Akuamari – es el alma del benéfico árbol de la yuca, personificado en una viejita.

Otras palabras.
Kaipuna – se llama a la gente anciana a la que se respeta y atiende, al igual que muchas otras comunidades indígenas. Cabe señalar que tienen un profundo apego a la familia.
Enek – significa «bicho, animal dañino, enfermedad», pero así llaman a los extranjeros, equivalente al «bárbaro» de los griegos.
A la pregunta: «¿Ané kin amaré?» (¿Quién eres?), el pemón responde: «Pemón yuré» (Soy pemón).
Famoso grito caribe: ¡Ana Karna Rote! ¡Sólo nosotros somos hombres!, que es negar la humanidad del bárbaro, del otro, del enek.

La forzosa vinculación con los visitantes de sus tierras, procedentes de otras culturas, amantes de la aventura, como quizás se nos pueda llamar a nosotros, les trae a los pemones consecuencias como que nuestra guía, educada en la pequeña aldea que conocimos, le haya puesto a su hijito de dos años, simpático pillín, el nombre de Anthony.

La lengua pemona es sólo oral, es decir que son ágrafos, por lo que lamentablemente no han escrito acerca de su pasado. Perdura el testimonio oral transmitido de padres a hijos. El idioma pertenece al tronco caribeño, pero no se sabe de dónde procedieron. Es curioso y da que pensar, que siendo un pueblo residente en una región bien interior, tenga tantas referencias al mar (al que llaman «parau»).

Con estas comodidades les alcanza. Gracias a la gentil indígena de nombre Priscilla, visitamos una auténtica pequeña aldea pemona de donde ella procedía. Lo hicimos con el mayor respeto, como corresponde a intrusos, muy cordialmente recibidos, que quieren aprender de una cultura y costumbres diferentes, por lo que preferimos no tomar fotos, excepto de sus viviendas.
La cabaña, llamada «churuata», sigue siendo de planta circular u ovalada, de techumbre cónica forrada de hojas de palma de moriche (waipá), paredes de barro o de corteza de árboles o paja. Los pemones no emplean clavos ni alambre, en vez utilizan lianas para sujetar. El propio Colón, en su tercer viaje, llamó «Tierra de Gracia», a la que mucho más tarde sería Venezuela.

Priscilla, que manejaba un camión abierto en cuya caja nos trasladaba saltando entre raíces y sorteando la tupida selva y del que nos cambió al desembocar en una muy pequeña playa a una piragua, nos introdujo en la cabaña donde cocinan colectivamente para la comunidad. En un enorme caldero negro, pendiente sobre fuego de leña, revolvían con gran cucharón de madera un hirviente y rojo caldo que es su bebida fermentada. Con cierta sonrisa cómplice, anuncio de travesura, mojó nuestra amiga una punta del pan («casabe») en una pequeña ollita con una amenazante salsa rojiza («kumachi») y  nos la dio a probar. ¡No les puedo contar! Las amígdalas se encogieron como achicharradas, tan picante resultó la gota que alcanzamos a degustar. ¡Y hasta los niños la saborean! Nos sentimos muy empequeñecidos por nuestra debilidad. ¡Y eso lo comen con una temperatura ambiente de 35º casi todo el año! La razón es el condimento con ají picante («pueimuei») lo que le da también ese color infernal que nos había hecho poner en guardia. Por supuesto que, cuando recobramos el habla, amablemente declinamos proseguir la ingesta.


En piragua al hotel pemon
. Nosotros llegamos, como acabamos de decir, en una piragua (llamada «curiara») viendo que allí, en la pequeña playa, cuatro pemones construían otra y una madre bañaba a su bebé en las cristalinas aguas del río Carrao que recién recorríamos, eso sí, muy modernamente con un motorcito fuera de borda manejado por otro indio pemón. Son hechas de una sola pieza de árbol (monóxilas), ahuecando con fuego un tronco de «laurel», que no es el que conocemos y trabajándolo con hachas (en otros tiempos, de piedra).
En ellas anduvimos repetidas veces, ya que era la única forma de llegar o salir de nuestro alojamiento.

Desde Caracas habíamos reservado el alojamiento más cercano al Salto; también, el de comodidades más precarias, que está situado en un claro abierto en la selva tan al borde del río que junto a nuestra habitación rompían suavemente las ondas del agua apenas sacudida por la brisa. Se trata de una edificación con techo de palma y varias cabañas similares, atendido por los propios indios, sin luz a partir de las 9 de la noche pero suficientemente iluminado por las estrellas o la luna, según la ocasión. El menú, preparado por una india, pero con la mejor cocina occidental, era anotado por otro aborigen, vestido a nuestra usanza y, como dijimos que su lengua carece de signos escritos, observamos disimuladamente que se guiaba por medio de dibujos en una pequeña libreta.

La cabaña principal, que contiene el comedor y una sala abierta a la espesura por la que se paseaba con su chueco andar el loro Juvenal, fue la más antigua edificación no indígena, levantada con sus manos por el aventurero holandés Rudolf Truffino (1928-1994, sepultado cerca en un pequeño claro junto a su esposa) quien en un viaje exploratorio se enamoró del lugar y, enamorado también de una rubia holandesa, regresó, se ignora como convenció a los suegros y embarcó a la joven al medio de la jungla. Nacieron tres niñas, atendidas por pemonas; jugaron con indiecitos y actualmente se dedican a administrar, mejorar y hacer reserva en una oficina de Caracas, a los entusiastas viajeros, como éramos nosotros. Hay otro hotel, más lejos del Salto, con mayores comodidades, frente a unas hermosas cascaditas.

La joya escondida de América. Llegar hasta allí era el propósito de nuestro viaje-aventura. Grandes expectativas habían creado en nosotros las lecturas de mucho tiempo acerca de esta maravilla natural con que cuenta nuestra América, tan rica en espectáculos alucinantes: como las Cataratas del Iguazú, como el glaciar Perito Moreno, como Machu Picchu…Y, lo adelantamos, esas ansias se vieron colmadas por la realidad.

Los tepuis, ese es el nombre dado por lesos indios pemones a ciertas montañas de paredes verticales y cumbre extrañamente aplanada, tal como si fuera una inmensa mesa. Significa: «gigantes de piedra». Hay más de 50 de ellas en el Parque Nacional Canaima que es donde nos encontrábamos. De las que el «AuyanTepui» (Montaña del Diablo) es la que tiene la cumbre más extensa: 644 km cuadrados, con una altura de algo más de mil metros; desde donde se desprende el «Salto Angel». El «Ptari Tepui» es el más alto, con 2.652 m.
Se encuentran en la llamada Gran Sabana, en una región donde la selva, el río y la sabana se integran como pilares de un templo colosal.

Dos venezolanos describieron en 1943 a los tepuis como: «gigantescos bloques de arenisca que se levantan casi a plomo. Sus cumbres son extensas mesetas, con rocas de formas caprichosas, efecto de las aguas de lluvia sobre la arenisca; con galerías subterráneas por donde las aguas penetran; cristales de roca de variados colores y pequeños torrentes que las surcan hasta precipitarse bajo forma de lluvia sobre la selva, situada a mil metros más abajo, que rodea al coloso». Parecen artificiales porque las formas que adoptan  semejan a menudo inmensos castillos.
El tan conocido director de cine Spielberg, estuvo en la región y se inspiró para filmar su escalofriante «Aracnofobia». Probablemente inspirado en la lectura de «El mundo perdido» de Doyle, hace entrar en la cueva de un tepui a unos científicos, que descubren una enorme tarántula con facultades extraordinarias: salta como gacela, envenena como una coral, es fiera como tigre y tiene una inteligencia superior a la humana. ¡Libertades imaginativas abonadas por el aislamiento de esta exótica región!

Jimmy Angel. El 9 de octubre de 1937 aterrizó violentamente la avioneta de Jimmy Angel en la altiplanicie del Auyan Tepui.
¡Fue el descubridor del gran salto! ¿Quién era? Un norteamericano piloto de pruebas de una empresa de aviación, quien ya había sobrevolado la región llevando a un buscador de oro.
En un vuelo junto a su esposa y otras dos personas, su avioneta se incrustó de morros en la cumbre del tepui. Jimmy, careciendo de radio, escribió grande sobre un ala: «All ok» («todos bien») para que los vieran y rescataran, pero como pasaron las horas y nada ocurría, se dispusieron a descender por sus propios medios. Durante 13 días lo hicieron hasta que fueron auxiliados por los indios pemones.
Pero, mientras tanto ¡se encontraron con el Salto! en una de las caras escondidas del Auyan. De inmediato Jimmy, sobrecogido de emoción se dio cuenta de que estaba frente a una de las maravillas de la Tierra.
El nombre Angel fue propuesto por uno de sus acompañantes. De modo que no se refiere a un ángel (no se debe decir Salto del Angel) y menos aún lleva tilde, ya que es apellido inglés. Cuando Jimmy murió, en 1956, cumpliendo con sus deseos, se esparcieron sus cenizas sobre las aguas del Salto.

El Salto Angel. Desde el pequeño y primitivo aeropuerto de Canaima, distante de Caracas a unos 800 km, partimos en un  «mosquito» (léase: la avioneta Cessna, de 4 asientos, a la que a duras penas nos atrevimos a subir),  cruzando sobre tupida selva el río Carrao, afluente del Caroní, a su vez afluente del Orinoco, en un corto recorrido de 20 km hasta el Salto, que impresiona como más distante por la poca velocidad del «mosquito».
De ahora en adelante, pedimos perdón porque la descripción no puede ni acercarse al espectáculo visto y a las emociones recibidas. Tampoco hay foto que le sea fiel. Esas maravillas de la naturaleza dejan sin palabras al más charlatán. Hay que verlo, hay que sentirlo, hay que bañar los ojos incrédulos ante su imagen emocionante. Pero, en realidad, sería deseable que no se difundiera demasiado su existencia. ¡El turismo ha arruinado tantas bellezas! Y ésta, a más de setenta años de su descubrimiento, continúa felizmente incontaminada, virgen, tal como Jimmy la encontró. Decorada, por si fuera poco, con más de cincuenta especies de orquídeas que trepan en la espesura y manchones amarillos entre el oscuro verde, que corresponden al árbol nacional de Venezuela, el araguaney.

¡Visión alucinante! Según la época -seca o lluviosa- el Salto tiene más o menos caudal de agua, que cae desde 980 metros, ya que es 20 veces más alto que las cataratas del Niágara. El agua procedente de las lluvias, que forma lagos en la altiplanicie, penetra en forma subterránea y cae desde unas grietas situadas a unos 30 metros por debajo de la cumbre. Parte del agua se desintegra pulverizándose y formando nubes antes de volcarse sobre el río Churún. Largas melenas de agua caen entre dos inmensas cajas de roca abiertas por el tiempo en el tepui, casi escondidas; como si la montaña sirviera de marco a ese cuadro ¡impreeesionante!

Nuestro «mosquito» se introdujo en el desfiladero entre dos tepuis y temimos que una corriente de aire pudiera arrastrarlo contra las rocas, cubiertas en parte de espesa vegetación, pero el avezado piloto nos tranquilizó (verán que no demasiado) diciendo: «Hoy no hay peligro, otros días sí y si hubiera que aterrizar más valiera poder hacerlo en el río, porque en la selva, no cuentan el cuento». Confiamos en su pericia y gracias a ella lo estamos contando y no colgados en la jungla junto a los monitos que pudimos ver y luego muy confianzudos, se nos trepaban a la mochila en busca de comida y pasaban la lengua por el fondo del vaso de papel en el que había quedado algo de azúcar.
Uno es consciente de admirar algo único en el mundo. Los indios lo llaman: «Churún Merú» dado que Churún es el río que corre a sus pies y Merú significa, salto. Es un nombre más sugestivo y autóctono pero pronto fue olvidado cuando fue bautizado Angel. ¡Suerte que tal era el apellido de Jimmy! Le queda mejor, al ser una región paradisíaca, que si se hubiera llamado Salto Smith.

Privilegiados. Han pasado más de quinientos años desde que Colón, en su tercer viaje, echó el ancla en las costas de Venezuela. Estuvieron en la región varios descubridores, conquistadores, aventureros y científicos, pero a todos, incluso a Humboldt y a Darwin, se les escapó este increíble e inolvidable espectáculo de la naturaleza. ¡Cómo hubieran envidiado nuestra suerte!
Y ¡todavía queda mucho en   Sudamérica por descubrir, tribus desconocidas sumergidas en la jungla, animales, flores y especies vegetales nunca vistas! Es un dato fascinante.

Las fotos fueron colgadas por viajeros de TripAdvisor.com  y en Panoramio.com

Más información y videos en
http://www.manbos.com/vergal.asp?galeria=182&idfoto=14537
http://www.lagransabana.com

http://www.youtube.com/watch?v=EHK6qf5nXSY