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Viajando de película

Viajar y ver buenas películas son placeres complementarios que se perfeccionan mutuamente.

Así lo afirma Damián Argul, y estos son los argumentos que expone para demostrarlo.

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Woody Allen está nominado al Oscar por la película “Medianoche en París”.  (En la foto de portada). Ya nos explayamos sobre ella en esta sección. ¿Hubiera merecido esa mención de haber dirigido su película en otra ciudad?

Nos queda la duda, pese a lo mucho que admiramos a Allen y como nos influyen sus películas y las locaciones donde filma,  tanto que cuando vimos en “Manhattan” la escena del coctel en el Jardín del Museo de Arte Moderno, nos convenció que era el rincón mas encantador de Nueva York, y de hecho es lo que más extrañamos cuando pasamos un tiempo sin visitarlo.

Así mismo desde que vimos “Ana, Cristina, Barcelona” tenemos pendiente la visita a Oviedo, que ya nos fascinaba en las transmisiones de los premios Principe de Asturias, pese a verla en pantalla pequeña, que no es lo mismo por más pulgadas que esta tenga.

El cine ejerce una gran seducción en el espectador y cuando muestra paisajes de  La Toscana o la Ciudad Prohibida de Pekín (¿Beijing?) la promoción de estos destinos es invalorable.

En la películas volvemos a disfrutar  lugares que ya conocemos, o paseamos por otros que no conocemos. En todos los casos saldríamos del cine corriendo al aeropuerto. Parafraseando a María Elena Walsh “de la butaca al avión“.

Y desde que Hollywood dejó los estudios y el uso de lo que llamábamos ”telones”, los lugares de filmación son una especie de co-protagonistas o directamente protagonistas, como el caso del Paris de Woody Allen.

Hay antecedentes, como la Roma de la “Dolce Vita”    y su Fontana de Trevi con o sin Anita Ekber bañándose en ella. O también los paseos romanos en Vespa de Gregory Peck y Audrey Hepburn o esta última desayunando en la vidriera Tiffany’s  en la imperdible esquina de la Quinta Avenida y calle 57, Nueva York.

El cine nos invita a conocer lugares  y cuando viajamos no pocas veces vemos escenas que nos conmueven  porque ya las vimos en el cine.

Fue recorriendo el Estado de Colorado (EEUU) donde vivimos la cálida experiencia de un viaje a nuestra niñez y las tardes de cine viendo películas del Lejano Oeste.

Volvimos varias décadas atrás visitando pueblos “fantasmas” de la fiebre del oro como Central City y Black Hawk, parques y reservas de búfalos, reconstrucciones de antiguos fuertes de adobe y ciudades con nombres tan cinematográficos como Boulder, Laramee, Fort Collins o Cheyenne (Wyoming), pero nada comparable a la experiencia de quedarnos en un Dude Ranch (Estancia Turística), el Two Bars Seven, en un paisaje de película que parecían los viejos telones, quizás por aquello de Oscar Wilde que “la naturaleza imita al arte”.

Realmente más allá de la agradable estada, el ambiente cuidadamente rústico y la pareja que nos atendía, solo faltaba la llegada de Alan Ladd, como Shane, en “El Desconocido.”

Fue por el cine que muchos años después de haber visto “Lawrence de Arabia”, viajamos a Jordania y recorrimos el desierto de Wadi Ram, tan deslumbrante como lo había filmado David Lean.

Ahora nuestra meta es Verona, una ciudad por la que pasamos cerca algunas veces, pero que nunca nos había interesado hasta que vimos “Cartas a Julieta.” Más allá del célebre “balcón”, que sobre todo es un ejemplo de cómo inventar un atractivo turístico, la ciudad y sus alrededores, merecen ser visitados tal cual hoy podemos comprobarlo fácilmente en Internet.

En los últimos tiempos hemos visto numerosas películas de viajes. “Noche de Fin de Año”, puede ser muy criticada, pero es un fiel reflejo de esa gran fiesta en  Times Square.

“El Turista” nos muestra una Venecia esplendorosa, demasiado esplendorosa, por lo que nos quedamos con los viajes en vaporetto de “Anónimo Veneciano.”

“Up on the Air” no muestra lugares, sino una forma de viajar con la que muchos podemos sentirnos identificados (perdón señoras, sin compararnos a George Clooney) y aprender algunos trucos.

Pero donde aprendimos algo fue en “Comer, rezar y amar.” La película muestra un poquito de Nueva York, Roma, una India más íntima y atractiva y Bali, con el pintoresco pueblo de Ubud.

Pero una escena de Roma nos enseñó una forma de disfrutar los viajes: la encantadora Julia Roberts va caminando por una calle cualquiera y se detiene a beber agua en una pequeña fuente, sencilla, de hierro que seguramente ostenta la leyenda  (Senātus Populusque Rōmānus) que todavía mantiene el municipio romano. Ese pequeño gesto en una fuente común y no esas grandes y famosas, nos hizo ver el placer de lo cotidiano, de lo sencillo que muchas veces hemos omitido corriendo de un monumento a otro o de un museo a un palacio, siguiendo las indicaciones de la Guía Michelin.

Y es que si bien viajamos para ver, para maravillarnos, no menos placenteros son esos momentos de paz, esos placenteros instantes que luego conservamos en la memoria, junto a maravillosos paisajes y las grandes obras de la humanidad.
El cine y los viajes marchan juntos y se retroalimentan. Si Meryl Streep hubiese filmado “Mamma Mía” en Punta del Este y no en Skopelos, el crecimiento de los visitantes llamados “extrarregionales” sería por demás significativo.